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Nos hemos acostumbrado a verlos por las carreteras: grupos de seis venezolanos, de ocho. A veces más. Empujan maletas de rueditas sobre el asfalto o cargan bolsos. Llevan un morral a sus espaldas, a veces con la bandera tricolor. Caminan en chanclas, bermudas y camisetas oscurecidas por el mugre. Por lo general van con niños. Niños de brazos o pequeños que corretean al borde de la carretera y van llevando un coco o un mango con el pie, haciendo las veces de balón. Duermen a la orilla del camino, en pequeñas carpas o al aire libre. Caminan y caminan, ¿hacia dónde? Aspiran llegar a alguna ciudad en la que tienen familiares o emigran hacia el sur, con el inconveniente de que en la frontera con Ecuador chocan contra un muro, pues sólo pueden pasar los que tienen un pasaporte en regla, algo que para la mayoría es una utopía, ya que los consulados de su país no cuentan con libretas para hacerlos.
Parecen desplazados de una guerra. Heridos de una guerra silenciosa o de una catástrofe secreta, pues en sus caras hay una profunda resignación, una derrota esencial. Más que dirigirse a un lugar preciso, se diría que deambulan sin rumbo a la espera de algo improbable. Un capítulo más de la lenta y triste emigración latinoamericana. La de colombianos que desde los años 70 entran a Estados Unidos por “el hueco”. La de centroamericanos atravesando México, expuestos a los peligros más atroces. ¿Puede haber algo más bajo, en términos humanos, que robar a familias pobres y luego matarlas? Esto siempre me ha conmovido y, a la vez, soliviantado en América Latina: la poca solidaridad de clase que existe entre los grupos más desamparados. ¿Quiénes roban y asesinan a esos pobres migrantes centroamericanos? Lo hacen pistoleros y sicarios que, en su origen, también fueron y serán pobres; pobres de una región contra pobres de otra; pobres envalentonados por la limosna de un fajo de dólares a cambio de su dignidad, contra pobres que llevan escondido un pequeño fajo de billetes con el que sueñan una vida mejor; pobres abandonados, caminando por las carreteras de la soledad, en la absoluta intemperie, acechados por otros pobres que quieren sus mendrugos de pan y sus botas; pobres que caen desmembrados en los fosos de la ignominia latinoamericana.
Los venezolanos que cruzan las carreteras de Colombia no sólo están a la intemperie, sino en el completo vacío. Encuentran limosnas, pero en Colombia la pobreza también es cruel. Por eso los reclutan en bandas criminales y prostituyen a las mujeres y usan a los menores para vender droga; se aprovechan de su fragilidad extrema. Una pobreza tan desnuda que no logra decir no a sus abusadores. Pobres codiciosos aprovechándose de la extrema pobreza de otros pobres.
Sobre el terreno, y por órdenes de arriba, la guerra en Colombia también fue un combate de pobres contra pobres. Gente humilde matando a sus compañeros de desdicha social. Tal vez la inmensa desigualdad histórica nos llevó a esto, pues, contrariamente, las clases más acomodadas y ricas podrán tener desacuerdos, pero en lo esencial se protegen entre sí. No se atacan a muerte. Son solidarias. Por eso, como dijo Pambelé, aquí sigue siendo mucho mejor (y más seguro) ser rico que ser pobre.