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La democracia constitucional está fundada en un pacto político básico, que fue formulado hace siglos por autores como Locke: los ciudadanos renunciamos a la justicia por mano propia y delegamos en el Estado el monopolio de la fuerza; a cambio exigimos que las autoridades actúen conforme a la ley, no sean arbitrarias y respeten nuestros derechos. Por eso, si se quiere saber qué tanta democracia genuina existe en un país, a veces es mejor no mirar tanto la Constitución y las leyes, sino analizar cómo se comporta la Policía frente a sus ciudadanos.
Los trágicos eventos de los últimos días muestran que la democracia colombiana está profundamente deteriorada, pues el comportamiento de la Policía con los ciudadanos, y especialmente con los jóvenes, ha sido violento e inaceptable. La muerte de Javier Ordóñez, como consecuencia de golpes y choques eléctricos propinados por policías cuando estaba inmovilizado, provocó una indignación ciudadana explicable y que comparto. El crimen es en sí mismo atroz, rompió todo nexo con el servicio y por ello debe ser investigado por la justicia ordinaria, conforme lo señalan la jurisprudencia constitucional y el artículo 3 de la Ley 1407. Además, este abuso policial infortunadamente no es excepcional. El portal 070 documentó que solo este año al menos otras nueve personas, la mayoría jóvenes, murieron por abusos policiales: Janner García (23 años), Jaider Brochero (17), Ánderson Arboleda (19), Estela Valencia (50), Duván Álvarez y Hárold Payares (niños de 15 y 17 años), Ángel Revelo (23), Kevin Ávila (23) y otro joven de 21 años, cuyo nombre no fue registrado.
El asesinato de Ordóñez por la Policía ha provocado, a pesar de la pandemia, protestas recurrentes, algunas de ellas violentas. Entiendo y comparto la rabia y la indignación ciudadanas detrás de esas violencias, pues la Policía está matando a nuestros jóvenes; pero no comparto esas violencias, porque considero que complejizan aún más la situación. Pero lo que es particularmente grave es que la Policía haya respondido a esas protestas con una violencia mayor y desmesurada, como lo muestran múltiples videos en que aparecen policías haciendo uso totalmente desproporcionado de la fuerza: disparos injustificados que no buscaban, como última instancia, proteger derechos como la vida e integridad personal, sino herir o matar a los jóvenes que protestaban. Igualmente vemos golpizas a ciudadanos que simplemente reclamaban. El resultado: al terminar esta columna, 11 muertes más por abusos policiales en las noches del miércoles y jueves.
Esta gravísima situación requiere medidas de corto y largo plazo. Para evitar nuevas muertes, el presidente y el ministro de Defensa deben dar un mensaje contundente de condena a esos abusos y deben recordar y ordenar a la Policía que solo puede usar la fuerza conforme a derecho y en forma proporcionada. Es en sí mismo jurídicamente inaceptable que para controlar protestas la Policía recurra a armas letales. Además, estudios comparados, como los del profesor Edward Maguire, de la Universidad de Arizona, confirman algo de sentido común: que el escalamiento de la fuerza policial frente a las protestas lo que hace es incrementar las tensiones sociales y deslegitimar aún más a las autoridades, lo cual genera nuevas violencias.
Además, desde la ciudadanía debemos exigir no solo justicia, sino también asunción de las necesarias responsabilidades políticas por estas muertes. Y debemos impulsar una reforma profunda de la Policía, que es urgente y necesaria, para lograr un cuerpo armado pero desmilitarizado, realmente civil y que tenga una relación democrática con sus ciudadanos.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.