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En mi columna anterior señalaba que los problemas estructurales nacionales dificultaban controlar pronto la pandemia. Mencionaba la desigualdad social, el ineficiente sistema de salud, la acumulación de capital de una ínfima minoría, la debilidad política del Estado y la desidia de los gobiernos para solucionar problemas estructurales. En esta columna menciono dos principios centrales y complementarios del capitalismo: acumulación de capital y consumismo. También, la política anhelada luego de superar la pandemia.
El eje de la modernización capitalista de la humanidad —a partir del inicio de la Revolución Industrial hace 250 años— son esos dos principios, que cambiaron la mesura vigente durante milenios. El creciente aumento de producción de bienes y servicios, unido al aumento de población, ciudades, obras públicas y deterioro de la naturaleza, indujeron ansias de enriquecimiento y consumismo. Un círculo vicioso que alcanzó a Colombia en el siglo XX y que, dados los fanatismos e improvisaciones políticas, impidió fortalecer el Estado e indujo nuevas formas de violencia.
A medida que aumentaron los excedentes capitalistas, el Estado expandió su sistema burocrático y centralizó el manejo económico, lo cual estimuló mayor acumulación de capital. La persistente debilidad política del Estado facilitó el surgimiento de relaciones clientelistas, corruptelas, guerrillas, bandas criminales, masacres y cultivos ilícitos debido a la fragilidad y ausencia estatales. La descentralización administrativa, derivada del empuje democrático de la Constitución del 91, no produjo sólo efectos deseados sino que facilitó fraudes electorales e impulsó clientelismos y corruptelas. En ese entorno, la informalidad laboral (“rebusque”) impulsada por relaciones capitalistas sin control se expandió, sostenida por el aumento de clases medias en ciudades en crecimiento.
De tal manera, un Estado ausente en buena parte de las regiones, frágil en las demás, con centralización económica formal, eje de relaciones clientelistas y corruptelas, y arrodillado frente a EE. UU. posibilitó que surgiera un neocaudillo regional (en un país cuyo caudillismo fue decapitado el 9 de abril de 1948) que logró proyectarse a la Presidencia en 2002 y reelegirse a base de triquiñuelas. Y, por si fuera poco, ahora es el “presidente eterno” por interpuesta persona que no tiene las capacidades políticas necesarias.
El costo nacional de este acumulado de sucesos ha sido inmenso y, para completar, el coronavirus invadió el mundo, despertando grandes interrogantes acerca de tratamientos para controlarlo y cambios sociales y políticos por venir.
La parte positiva de este enredo radica en un futuro político esperado, más asentado en bases democráticas. Si se logra iniciarlo en 2022, la prioridad será el fortalecimiento político del Estado, con presencia legítima en regiones abandonadas presas de antiguas y nuevas organizaciones delincuenciales. No será tarea de los militares sino de instituciones estatales comprometidas, así haya necesidad de un apoyo castrense transitorio. Será un diseño político complejo pero necesario.
Si eso se alcanza, varios problemas nacionales se arreglarán progresivamente, excepto el par de principios capitalistas complementarios señalados. Por eso, habrá que formular una política acertada para reducir la informalidad en el trabajo, apoyada con más impuestos a ricachones y a empresas sin el control debido —como los bancos—. Naturalmente, la corrupción estatal, que alimenta a los entes privados, tendrá que tener una política de Estado para iniciar su desmonte.
Para hacer posible esta quimera es indispensable trabajar desde ya por la unión de la ciudadanía democrática, para encontrar un espacio adecuado cuando se controle la pandemia, con el fin de apabullar ideologías y políticas retrógradas que han imperado en buena parte de la historia nacional.
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