Por la puerta de atrás

Arlene B. Tickner
13 de noviembre de 2019 - 03:04 a. m.
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Cuando Evo Morales ganó la presidencia, en 2005, se regocijaron los pueblos originarios de Bolivia y del mundo, así como muchas personas que soñamos con mundos mejores. Durante años, Evo mostró que era posible ser socialista del siglo XXI y ejercer un manejo inteligente de la política y el gasto públicos que garantizara la sostenibilidad de su proyecto “descolonizador”. Entre sus logros están un crecimiento económico envidiable, la reducción dramática de la pobreza, la consolidación de la clase media, la redistribución de tierras, la mejoría en el acceso a servicios públicos básicos, el empoderamiento de las mujeres e indígenas, la declaración del Estado plurinacional y la creación de un modelo innovador de control social de la coca.

Si bien la Constitución boliviana solo admite dos mandatos continuos, el mandatario se las arregló para ganar un tercer período en 2014. Al irse por el cuarto, más de la mitad de la población boliviana le dijo que no en el plebiscito de 2016. Sin embargo, como todo líder —de izquierda o de derecha— que llega a considerarse “salvador de la patria”, Evo desconoció la voluntad popular y logró que el Tribunal Constitucional defendiera su “derecho humano” a lanzarse. Sumado a esto, desde hace más de una década el biocidio generado por sus políticas de “desarrollo” —siendo Tipnis y Chiquitania dos de los casos más emblemáticos— había aumentado el distanciamiento entre el Gobierno y muchas comunidades indígenas y grupos ambientalistas, el cual se convirtió con el tiempo en hostigamiento abierto hacia estos. Por eso no sorprende que menos del 30 % de los bolivianos aprobaba que Evo fuera nuevamente candidato a la presidencia en las elecciones del 20 de octubre.

Ante las irregularidades presentadas en los comicios y las acusaciones de fraude, en un gesto de increíble soberbia Evo llamó a sus defensores a salir a la calle a defender la democracia, no sin antes aceptar que la OEA hiciera auditoría del escrutinio. Luego de varias semanas de paro, bloqueos y movilizaciones, a los cuales se sumó el motín policial, el llamado a repetir las elecciones en Bolivia se convirtió en cuestión de horas en una renuncia masiva de funcionarios del Movimiento al Socialismo y la “invitación” al presidente por parte del Ejército —con el que Evo mantenía excelentes relaciones— a dimitir para evitar más violencia.

No demoraron las denuncias internacionales contra el “golpe de Estado” propinado por el “imperio” y el bloque cívico “fascista” para sacar al “indio” del poder. Empero, ni la injerencia de Cuba y Venezuela, como afirma la derecha, ni un golpe de Estado, como aduce la izquierda, explican lo que ocurre en Bolivia. Ambas lecturas pecan de reduccionistas y son igualmente desconocedores de la voz y agencia del pueblo boliviano. ¿Acaso los indígenas, obreros y estudiantes que han participado masivamente en las protestas son “idiotas útiles” de la oligarquía blanca y de Estados Unidos?

La triste realidad es que, en lugar de salir por la puerta grande —como era su merecido—, la insistencia de Evo Morales de mantenerse en el poder lo obligó a irse por la de atrás. Esa miopía, y no la mano oculta del “imperio”, es la peor bofetada a sus innegables logros y su legado histórico.

 

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