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De tanto ver cuerpos que pasaban flotando, muchos llegaron a pensar si quizá no sería mejor que un día el río amaneciera seco. No está escrito aún, pero podría ser un fragmento de tantos libros que han narrado la forma en que los grupos armados arrojaban los muertos a los ríos: para desaparecerlos o para enviar un mensaje que circulara entre pueblos y caseríos.
En 1997 María Mercedes Carranza publicó El canto de las moscas, un libro de pequeños poemas en el que todo ocurre como un rumor. Cada poema tiene el nombre de un territorio marcado por la violencia. Allí no hay ejércitos, no hay voces, solo el silencio que queda después de que algo muy pesado golpea el suelo; un vacío que es capaz de llenarlo todo: El río es dulce aquí / en Dabeiba / y lleva rosas rojas / esparcidas en las aguas. / No son rosas, / es la sangre / que toma otros caminos.
La imagen estremece. Cuerpos flotando con garzas blancas sobre su pecho, vientres hinchados de agua que flotan como islas moradas a la deriva, bolsas amarradas con cabuya dando tumbos contra las orillas. Algunos pasan de largo, otros duran días atrapados entre las ramas de los árboles, hasta que alguien los empuja para que sigan su camino. Presencias devoradas por los bagres y los coroncoros que se venden en los balnearios y en las plazas de mercado de las ciudades. Decir que en Colombia se come del muerto no es una metáfora.
En Puerto Berrío, se cansaron de ver los cuerpos flotando sobre el río. Los sacaban del agua, los limpiaban, los enterraban y los adoptaban para pedir favores. Allí, en el cementerio del puerto, hay un pabellón entero con los cadáveres que fueron arrancados de las aguas del río Magdalena. La historia fue contada por Patricia Nieto en Los escogidos. Cientos de bóvedas de colores resguardan a los N.N. que fueron bautizados de nuevo: “Nelson Noel, Nervado Nevado, Nancy Navarro, Narciso Nanclares”. La crónica de Patricia Nieto es un dolor que nos atraviesa, como esos cuerpos que flotan sin rumbo por las aguas de la memoria.
Hace pocas semanas Philip Potdevin publicó La sepultadora de cuerpos: “Una joven escucha las aves mientras observa el río pardo-ocre-sepia desfilar como una marcha luctuosa frente a su casa”, escribe el autor en las primeras líneas del libro. En la novela, el canto de los pájaros contrasta con el horror que viven los habitantes de Las Brisas, un territorio arrasado por todas las violencias y en el que los muertos que bajan por el río advierten la tragedia que está por ocurrir: “Apenas si observa y escucha el rumor del río, que no hace sino murmurar lo que ha presenciado aguas arriba”. Al igual que en Puerto Berrío, un viejo saca los muertos del agua y los entierra en un improvisado cementerio, ensambla cruces con retazos de madera y bautiza los muertos escribiendo el nuevo nombre con brea. Muchos creen que los males del pueblo son culpa de él. Nadie le habla.
Durante unos meses, en las riberas y los brazos del Magdalena, el Cauca y el Atrato, el agua sólo arrastró troncos de madera y un sedimento milenario que cada tanto se desprende de las montañas. Sin embargo, en las últimas semanas han vuelto a aparecer cuerpos que pasan flotando lentamente, como un barco que remonta las aguas en contracorriente. Resulta desolador pensar que en Colombia es la realidad la que termina por imitar a la literatura y estos relatos no registran solo lo ocurrido, sino que también anticipan lo que está ocurriendo, como si fueran una crónica del presente.
Las palabras no solo nombran el mundo: lo hacen posible. Basta con revisar el significado que tiene Quibdó para la comunidad emberá: Ki (gusanos descomponedores) Dó (río), aludiendo a los indígenas que durante la Colonia eran arrojados al río. Siglos después esos cuerpos siguen bajando de la montaña, golpean contra las rocas y pasan de largo entre los caseríos. La imagen repetida de los cuerpos flotando en el agua nos lleva a pensar que quizá sería mejor que un día los ríos amanecieran secos.