Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
No han pasado dos años desde que las Fuerzas Armadas lanzaron un ataque aéreo contra disidentes de las Farc en San Vicente del Caguán que causó la muerte de alrededor de 18 de sus miembros, incluyendo al menos siete menores de edad. La operación provocó fuertes críticas contra el entonces ministro de Defensa por ocultar que entre las víctimas había niños, así como un debate sobre la legalidad de haberla llevado a cabo pese a saber que había niños en el grupo disidente.
Hoy el país discute otro ataque, que tuvo lugar el pasado 2 de marzo, con los mismos protagonistas, incluyendo de nuevo denuncias sobre la presencia de niños entre los muertos. Haciendo referencia a ellos, el ministro de Defensa, Diego Molano, justificó la operación indicando que la Fiscalía determinará la edad exacta de los combatientes muertos y agregando que, en todo caso, más que eso, importa en lo que los convierten los grupos que los reclutan: en máquinas de guerra “capaces de cometer atentados terroristas”. También agregó que el Ejército actuó de conformidad con el Derecho Internacional Humanitario (DIH).
Con relación a este último argumento, es cierto que el DIH no contiene ninguna prohibición expresa a la realización de operaciones militares donde se encuentren menores que participan directamente en las hostilidades. Pero tampoco establece un deber de llevarlas a cabo. En este sentido, el DIH se parece más a un derecho de límites. La decisión de la realización del ataque, y más aún su justificación, no es solo, ni principalmente, una discusión jurídica.
Algunos horrores de la guerra se repiten, así como las narrativas que se construyen para explicarlos. De hecho, esta discusión está cercanamente atada a otra que ha estado presente por décadas en el conflicto colombiano: ¿pueden los miembros de los grupos ilegales, niños o no, ser considerados víctimas? De ellos se suele pensar exclusivamente como victimarios debido a las violaciones cometidas por el grupo del que forman parte, de las que en efecto algunos de ellos son responsables, como la JEP y la Comisión de la Verdad ayudarán a mostrar. Pero esta idea soslaya que en el conflicto colombiano hay múltiples casos de reclutamiento forzado de menores y de violencia sexual, entre otras violaciones, cometidas contra ellos.
En varias ocasiones el derecho internacional y el nacional han indicado que en una persona pueden confluir situaciones de victimario y de víctima. Por ejemplo, La Ley de Víctimas dispuso que los miembros de grupos ilegales solo podrían ser considerados víctimas si se desmovilizan siendo menores de edad. Esta disposición, que no fue particularmente debatida en el trámite de esa ley, fue avalada por la Corte Constitucional con el argumento de que, si bien es cierto los miembros de grupos armados ilegales sí pueden ser víctimas de violaciones de derechos humanos o del DIH, es legítimo que el Estado limite la reparación que esa ley otorga y no los incluya. Es decir, no reciben las reparaciones de la Ley de Víctimas, pero sí pueden ser víctimas de infracciones al DIH y a la vez ser también victimarios.
Pese a ello, es frecuente que de víctimas y victimarios se hable como opuestos. Lo dicho por el ministro Molano, en el sentido de que los niños reclutados son convertidos en máquinas de guerra, así lo sugiere. Más aún, es deshumanizante al insinuar que ni siquiera se convierten en victimarios, sino en sus instrumentos. Se entiende la función de esta descripción, que guía a pensar menos en la pérdida de vidas humanas, en su edad, en su posible falta de voluntad para tomar parte del conflicto, en la situación de exclusión de sus familias. En tanto máquinas de guerra, la opción militar es no solo legítima, sino inevitable. No es necesario discutir más sobre lo que se espera que el Estado haga frente a esa injusticia, más allá de culpar –con razón– a quienes los deshumanizaron.
* Abogado y doctorando en Derecho en la Universidad de Harvard.