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Este domingo 14 de junio, El Espectador dedicó portada, contraportada, editorial y dos páginas interiores a honrar la memoria de los líderes sociales asesinados y a sacar del letargo, de la indolencia o la complicidad, a la sociedad y al Gobierno. Publicaciones así ennoblecen al periodismo y hacen que todos los que tenemos la suerte de empuñar un lápiz en lugar de un arma jamás perdamos de vista por qué y para qué, un día, decidimos escribir.
Escribir… verbo de alto riesgo en un país en el que defender la vida es mucho más peligroso que financiar la muerte y se persigue a quienes denuncian el olvido, porque la memoria le estorba a quienes viven de negar la historia.
Pero ¡cómo sería de estéril habitar esta esquina, con los ojos insensibles y la palabra secuestrada! Sobrarían mesas de noche, tinteros y bibliotecas, los cuadernos de espiral y las espirales del pensamiento, si no tuviéramos posibilidad y obligación de prometerle una verdad a cada palabra, y una palabra a cada verdad.
Preferiría no haber aprendido qué forma tienen las letras, si no me hubieran enseñado la libertad de construir con ellas una reflexión o un abrazo, una denuncia, un perdón o un te quiero.
La portada del domingo, y cada página que uno iba pasando, eran tan estremecedoras como valientes y necesarias. Líneas y líneas llenas con el vacío que dejaron los líderes asesinados en Colombia. Cada nombre es una ausencia, y cada ausencia, una familia, una vereda, una causa huérfana de voz.
Repaso muchas de las columnas que se han escrito los últimos días con el #LaHuellaDeLosLíderes: a más de 40 columnistas nos unió la necesidad de articular un grito de no más anestesia recorriendo la conciencia; no más desfiles de huérfanos, balas y costumbre en los velorios de los pueblos; no más afrodescendientes y campesinos con su propia vida amenazada por defender el alma de su tierra y de su gente; ni más indígenas masacrados, porque su cultura es ancestro, dignidad y respeto, y tanto valor agobia a los mercaderes de la muerte.
Y uno sigue preguntando qué más hará falta para que se cumpla el mandato constitucional de salvaguardar la vida de los colombianos. Cuál será el lenguaje necesario para pedir, exigir o implorar que la impunidad y sus vergonzantes amos no sigan acabando con todo lo que pueda ser semilla de paz o raíz de esperanza.
Y entonces, cuando uno siente que Colombia sola no puede resolverse, que se desbordó el cauce de los tantos ríos de todas nuestras violencias, aparece al otro lado del mundo una luz que nos recuerda que no estamos solos: este sábado 13 de junio, 28 países lejanos en la geografía y cercanos en la convicción, celebraron el primer año del capítulo internacional del movimiento Defendamos la Paz. Defensores de derechos humanos, organizaciones y plataformas que no le dan permiso a la derrota, trabajan a miles de kilómetros, día y noche, por hacer de Colombia un país libre de violencia. Sus voces son reconocidas en cuatro continentes y bajo distintos cielos le dicen al mundo que millones de colombianos no estamos dispuestos a aceptar que las cicatrices de la guerra se tomen la piel de la reconciliación. Que no vamos a traicionar la memoria, ni dejaremos que destrocen los pactos de paz.
El Espectador dedicó su portada. ¿Qué tal si dedicamos la primera página de nuestro propio cada día a romper el silencio y reconstruir la esperanza?