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Palo le ha llovido al designado ministro Botero por su intención de regular el derecho a la protesta. No hay que repetir los argumentos. Pero tampoco caer en la ligereza de una periodista dominical que ha sentenciado que “tampoco es para tanto”.
No voy a hablar del derecho a la protesta y sus límites. Debe ser pacífica como es obvio, pero debe ser protesta. Lo interesante es descubrir en la propia voz del ministro lo que hay detrás de sus palabras.
Dijo: “Respetamos la protesta social pero también creemos que ésta debe ser ordenada y que represente los intereses de todos los colombianos y no solo de un pequeño grupo”.
Si la protesta representa los intereses de todos, realmente no estamos hablando del auténtico derecho a la protesta. Estamos a lo sumo hablando del gol de Yepes. La esencia del derecho a protestar está ligada a la existencia de grupos inconformes. Lo que el ministro concibe, yendo al fondo, es la idea de una sociedad unificada y homogénea. Esta noción tiene vieja raigambre. Para no ir lejos en la historia del siglo XX, basta la idea criolla de una sociedad sin fisuras. Allí encontramos a Núñez, Miguel Antonio Caro, Laureano y, claro está, José Obdulio, porque eso del Estado de opinión como mecanismo de gobernanza bebe en la misma fuente. Qué diablos con esas carajadas pluralistas. El pensamiento liberal cree, en cambio, en la sociedad multicultural, en el respeto a las ideas ajenas, en el diálogo incluyente. Abomina el fanatismo y la manipulación mediática que fomenta el populismo de derecha y de izquierda. Un pariente de esta noción es que “el tal conflicto interno no existe”. Se afirma que aquí hay una sociedad perfecta, bueno, casi perfecta —admiten—, asediada por unos facinerosos y uno que otro peludo, que se quieren tirar la fiesta. Son colados. El mejor símil es el del castillo medieval, donde los de adentro vivimos bien, somos iguales aunque hay unos más iguales que otros. Para ellos la inequidad es solo un detalle. Pero por las murallas vienen subiendo las sabandijas que se quieren tirar la cosa con sus protestas, sus insatisfacciones e, incluso, con su pretensión de tener un espacio en la toma de decisiones. ¿Qué hacer con ellos? Es obvio que el uso violento de la protesta debe ser reprimido. Pero, en vez de la exclusión, es necesario abrir espacios y escuchar la voz de los pretermitidos. Hay que abrir la mente. Y en el terreno práctico esta visión es equivocada. Equivale a aquel que destruye el termómetro en vez de enfrentar la causa de la fiebre. Si Duque habla de unidad, esto solo se logra borrando el paradigma excluyente. La unidad de Duque no es con la dirigencia parlamentaria, ni siquiera sumando la oposición. Es adoptando de manera genuina un modelo plural de sociedad.
Es miope desear una protesta incolora, insabora e insípida. Si la protesta no incide en la vida de los demás, pues pierde su naturaleza. Dirán que siempre es jarto que uno salga del club y encuentre las calles bloqueadas, la bulla de las consignas y el desorden de los peludos. Pero ese es un buen comienzo. Reconocer que hay otros que sufren más allá de la vida muelle de los privilegiados.
Que la protesta sea ordenada, en palabras del ministro, debe obedecer al deseo de que la protesta sea suave, blanda y placentera.
Comencemos por cambiar esa idea de sociedad ficticia.