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La subida del impuesto al combustible fue el detonante, pero la protesta francesa escaló hasta una demostración masiva de indignación y hastío con el régimen Macron y el establecimiento.
En un video viral, una hipnoterapeuta regaña al presidente. “Estamos hasta aquí de los controles técnicos que desaprueban la mitad de los carros. Eso a usted no le importa, con vehículos oficiales que nosotros pagamos. Nadie dice nada. No podemos estar en la calle protestando: tenemos que trabajar para pagar impuestos. Hace años promovían los motores diésel porque contaminaban menos. Ahora, todo ese parque automotor les molesta, toca renovarlo. ¿Usted sí cree que puedo cambiar de carro? La proliferación de radares para poner multas ya parece un bosque. ¿Qué hace usted con esa plata?”. Es la contracara del discurso ambientalista, con dolientes cuya insatisfacción estalló por el estilo monárquico de Macron. “Quien siembra desprecio recoge ira”, le recordaron.
Alguien propuso identificar la protesta con el chaleco amarillo que, por ley, toda persona tiene que llevar en su vehículo por si se vara. El movimiento se expandió y las quejas aumentaron en número y diversidad hasta llegar prácticamente a cualquier cosa: precio de alquileres, escasez de empleos, mengua del poder adquisitivo, deslocalización de empresas… Una sátira en la red agregó el exceso de acné, la falta de novia o el aborto sólo para mujeres. Todo lo que generara incomodidad, frustración o estrés podía sumarse a este levantamiento “ciudadano y apolítico”, sin coordinación ni liderazgo visibles, que se transformó en bloqueo de vías y accesos a las ciudades. El transporte por carretera quedó paralizado. “Bloquear, bloquear, sin ninguna reflexión” parecía ser la consigna.
El gobierno Macron y algunos intelectuales quisieron desacreditar la protesta señalando que los brotes de violencia eran impulsados desde la extrema derecha, que había criticado la decisión oficial de restringir la manifestación en París al Champ de Mars.
“Esto no es sino el comienzo de la revuelta”, tituló con el deseo Libération citando a un radical parisino. “Es el levantamiento de una clase media atrapada”, precisó un politólogo en el Figaro. Para encajar el fenómeno en sus guiones, un sesudo historiador lo asimiló a las revueltas campesinas del ancien régime. A pesar de las obstrucciones e incomodidades, la protesta ha tenido amplio apoyo: muchos automovilistas llevan su chaleco amarillo doblado y bien visible bajo el parabrisas, un gesto que también les sirve de passe-partout. “Si yo no fuera diputada, estaría en la calle para decir que no estoy contenta”, declaró una parlamentaria elegida por el partido de Macron. Las consecuencias de la protesta también son palpables. Se alcanzaron a ver estanterías vacías en los supermercados, un ícono del desabastecimiento.
El contagioso pesimismo contrasta con la euforia de hace tres décadas al caer el muro de Berlín. En Colombia, se celebraba la paz con el M-19; vendría luego el “compatriotas, bienvenidos al futuro” de un presidente negociante, demagogo, designado a dedo por la familia de un mártir, que poco después le asestaría un alevoso golpe a la legalidad y a la democracia con una séptima papeleta que supuestamente arreglaría el país pero que generó nefastas secuelas que hicieron metástasis: corrupción monumental, justicia podrida y desbarajuste institucional endémico. No todos nuestros males provienen del conflicto y el bajo mundo: en las cumbres política, empresarial, académica e intelectual se cometieron desaciertos por los que nadie responde y se reincide con ingenuidad, o cinismo.
Los excesos de intervención estatal en las relaciones sociales, económicas, laborales y familiares, que parecían superados al desaparecer la Cortina de Hierro, le dieron paso a un soberano paquidérmico, etéreo, inasible, alcabalero, entrometido hasta en las preferencias individuales y el lenguaje, que para mucha gente ya resulta impagable, generando rechazo y desespero. Una sociedad liberal de inmigrantes acabó eligiendo presidente a Trump, fanático de los muros para contener flujos de refugiados que, además, recibió ayuda y admira la manera de gobernar de Vladimir Putin. Fascismo y comunismo, monstruos del siglo XX, se funden ahora en alianzas de burocracias monopólicas, privadas y públicas, que cogobiernan presionadas tanto por activismos idealistas como por codiciosos lobbies empresariales. Los paganinis son los mismos.
Quienes patalean indignados por la arbitrariedad estatal también la emulan: bloqueando vías, decidiendo quién circula y estropeando patrimonio ajeno fungen de autoridad caprichosa sin reparar en los costos que imponen. Además, claman por soluciones estatales y mayor gasto público sin saber cómo financiarlos, ni siquiera identificarlos como parte crucial del problema. Una pregunta elemental —¿quién pagará los daños?— se considera reaccionaria. Parafraseando a un responsable intelectual de este ubicuo malestar, el Estado de bienestar parece ser el opio que narcotiza a las clases medias desarrolladas, o a quienes aspiran a serlo, como la élite universitaria colombiana, que aún protesta sin una masa de adeptos a su causa, sin chaleco amarillo.