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El arte celebra las cosas porque las ama; la publicidad celebra las cosas porque te las quiere vender.
El agua es el mayor tesoro de la humanidad y el arte se ha pasado la vida celebrándolo, desde Píndaro y Tales de Mileto hasta Salvador Dalí y James Joyce. La publicidad no le canta al agua, le canta al agua embotellada.
El arte, para serlo, requiere libertad. La publicidad es una técnica, un instrumento de ventas, y por eso sólo puede hacer lo que le encargan los empresarios. Sus creaciones deben pasar por el filtro altamente pragmático de la necesidad de los clientes, y cada vez que un creativo deja volar demasiado la creatividad, tiene que venir un ejecutivo a moderar sus ímpetus. Cada día hay en las agencias de publicidad un forcejeo entre las posibilidades del arte y las necesidades comerciales, donde triunfa siempre el interés empresarial.
Sin embargo, todos los oficios deberían aspirar a la condición de las artes, así como, según Walter Pater, “todas las artes tienden a la condición de la música”. La publicidad es una técnica poderosa y sutil que a veces informa, a veces seduce, condiciona pavlovianamente la voluntad y siempre manipula la conducta. Utiliza el lenguaje para persuadir, las imágenes para cautivar, el teatro para convencer con gestos y voces, la luz y el sonido para seducir, la frecuencia de las exposiciones para imponerse sobre la imaginación. Tiene que medirse día a día con las emociones de su público y no puede permitirse el lujo de elaborar un dialecto arbitrario, pero a menudo menciona cosas que no pueden ser comprobadas por el consumidor, como ese 99% de gérmenes que eliminan siempre los jabones antibacteriales.
Alguna vez en su presencia nos sentimos cerca de las emociones que producen las obras de arte, porque ha sabido aprovechar para sus fines los productos de la pintura y de la música, del teatro y del diseño. Las obras de Modigliani, que murió en la miseria, pueden ilustrar anuncios para una vida saludable; las sinfonías de Mozart, que fue arrojado a la fosa común, pueden ser utilizadas como jingles para anunciar servicios funerarios; las obras de Marcel Duchamp o de Dalí inspiran a menudo las amenas arbitrariedades de la propaganda.
En nada parece estar tan de acuerdo la humanidad como en la necesidad y la utilidad del dinero: eso hace que los negocios excedan el realismo de las pequeñas transacciones y conviertan a nuestra época en una danza fantástica y casi religiosa alrededor del becerro de oro.
Nada hay menos autocrítico que el lucro, por eso la sensibilidad y la imaginación tienen que ser educadas para que, además de actuar como empresarios, negociantes o consumidores, nos comportemos como seres humanos. Para que comprendamos que el poder y el dinero no lo son todo, y que nada vale tanto como una vida tranquila con la gente que amamos, sin espanto y sin derroche.
Si bien en los forcejeos de la vida práctica el arte siempre pierde frente al negocio, la publicidad podría ser una educadora sutil del gusto de los empresarios y de los consumidores. Para empezar, si las empresas buscan creativos, es porque saben que los meros cuadros contables no comunican nada, que la mera información técnica no seduce a nadie, que tienen que poner a bailar al producto y volverlo elocuente si quieren que la gente lo prefiera.
Como se sabe, la fotografía no es un arte, sino un milagro, y la fotografía ha llevado una tendencia de nuestra época a su plenitud. En otros tiempos el alma lo era todo y el cuerpo no era nada, en otros tiempos el espíritu lo era todo y la materia no era nada: ahora llevamos la confusión al otro extremo, el cuerpo lo es todo y el alma no existe, la materia lo es todo y el espíritu está en duda. Estamos en la edad de la fotografía, donde las cosas son más bellas que en la realidad; de la fotografía, que pregona día y noche que estamos enamorados del mundo físico.
Piedras, espigas, tornillos, telas, maderas, manos, maquinarias, rostros, grasas, tempestades, espejos, incendios, todo, en la fotografía inmóvil y en la animada, es prueba abrumadora de nuestra actual fascinación con el mundo. Y la publicidad es un ejemplo extraordinario del modo como esta época está asombrada del mundo en que vive.
Sin embargo, esta técnica utiliza paisajes y objetos, elementos y seres no para valorarlos en sí mismos, como el arte, sino para convencernos de adquirir un producto: las montañas para vendernos coches, los desiertos para vendernos bebidas refrescantes, el amor para vendernos desodorantes, los cuerpos humanos para vendernos ropa.
También por eso la publicidad, que convoca y concentra tantos talentos y utiliza para sus fines todas las cosas, debería ser más sensible que otros oficios ante los peligros que amenazan al mundo: el deterioro del medio ambiente, la creciente fealdad de las ciudades modernas, la alteración del clima planetario, la profusión de basuras industriales, el envilecimiento del aire y de los mares.
Los empresarios dirán que a los publicistas no les compete decidir qué se comunica, sino sólo cómo se comunica. Pero si la publicidad fuera un arte tendría que poder hablar en nombre de la humanidad y no sólo de la industria. Mejor aún: hacer coincidir los intereses de la industria con los intereses de la humanidad.
William Ospina(A propósito de una pregunta en el Congreso de Publicidad)