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El escrache, una forma de protesta, sobrevivencia y sanación; una estrategia de sanción social y denuncia pública, ha cobrado relevancia en los últimos años debido a las denuncias por acoso y abuso sexual que han empezado a surgir gracias a un larguísimo trabajo de desestigmatización de la violencia de género que han hecho las feministas. El abuso y el acoso siempre han existido, pero el costo de decirlo en público se ha bajado unos milímetros y las mujeres por fin empezamos a hablar. ¿Si alguien me viola, o me acosa, o me insulta, no tengo yo derecho a contarlo a los cuatro vientos? Es mi vida, son mis experiencias, se supone que me pertenecen y se supone que esto hace parte de mi derecho a la libertad de expresión. Sin embargo, una y otra vez nos dicen que si contamos nuestras experiencias de violencia de género ponemos nosotras en peligro a toda la sociedad.
La zozobra general se basa en que “cualquiera puede ser escrachado”. Pero esto no es culpa de las escrachantes, sino de un sistema patriarcal que nos ha enseñado que el abuso, deshumanización y comodificación de las mujeres es la norma. Dice el argentino Mauricio Centurión (#QueLoDigaUnHombre): “¿qué pasa si te escrachan y justo vos, bendito, sos una excepción y la acusación es infundada, te destruye tu carrera, tu imagen social, te aniquila emocionalmente? Aun así contamos con el privilegio de que eso es lo máximo que nos puede pasar: una condena social. Aun así nuestra vida y nuestro cuerpo no corren el riesgo de ser abusados, violados o asesinados, así está de desigual la cosa, ser escrachado es hasta un privilegio, con respecto a lo que les sucede a las mujeres”.
El escrache es la forma de denuncia social que hemos elegido las mujeres ya que la justicia patriarcal no nos cumple y ha probado ser insuficiente para atender la violencia machista. El escrache es una alternativa legítima al punitivismo y la sed de castigo que no repara nada. El escrache es una opción legítima porque no queremos mandar a la cárcel a todos los agresores, no existe una cárcel lo suficientemente grande para todos, no queremos castigarlos y mantenerlos con nuestros impuestos, queremos que dejen de violentarnos. No es mucho pedir.
Las consecuencias del escrache no son culpa de las denunciantes. Eso sería como decir que si alguien me roba la billetera y yo grito “¡agárrenlo, ladrón!”, y en consecuencia una turba furiosa agarra y mata al ladrón, yo soy la culpable de su muerte. Tiene que quedar claro que las denuncias por violencia machista son siempre consecuencia de las acciones del agresor. El escrache no es perfecto: nos expone a la revictimización y amarra nuestra identidad por siempre a esas denuncias, pero por lo pronto es lo que hay. ¿De quién es la culpa de que no haya mejores opciones? De nuestra sociedad en colectivo en donde apenas importan las vidas de las mujeres. Con morbo, nuestra sociedad, que se regodea reposteando fotos de mujeres golpeadas y que hincha pecho pidiendo sangre, es responsabilidad nuestra, no de las denunciantes. El hecho de que algunos agresores no tengan las condiciones y herramientas para manejar el repudio social que despiertan sus actos, el hecho de que nosotros como sociedad no sepamos comportarnos cuando pedimos pan, circo y sangre, no es responsabilidad de las denunciantes.
No podemos evadir nuestra responsabilidad como sociedad exigiéndole a las víctimas que vuelvan a quedarse calladas. Nosotros tenemos que ser capaces de hacer un repudio social sin poner en jaque la vida de nadie. ¿Qué pasaría si nos enfocáramos en reparar a las víctimas en vez de castigar a los agresores? ¿Cómo sería esa reparación en cada caso? ¿Qué vamos a hacer para que el escrache no sea la alternativa siempre? Para empezar, creo que como sociedad debemos valorar las vidas de las mujeres desde mucho antes de que les partan la cara. Porque parece que, si no hay sangre en la foto, no nos importa.