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Aunque la educación ha sido un área en la cual se ha distinguido la mujer por su brillante participación y aporte, solo en 1956 llegó una de ellas al cargo de ministra: Josefina Valencia de Hubach; mientras la segunda, Doris Eder de Zambrano, tuvo que esperar casi 30 años, hasta 1984. En total, 11 mujeres han ocupado la cartera durante 19 de los 138 años de vida del Ministerio y la Secretaría de Instrucción Pública que lo precedió, cifra en la que pesan, por supuesto, los casi 16 años de los últimos cuatro períodos presidenciales.
El ministerio, en realidad, no ha sido ocupado tampoco por destacados profesionales de la educación. A partir del Frente Nacional, iniciado en 1958, la cartera de educación ha pertenecido a 18 abogados vinculados al ejercicio de la política tradicional partidista, 4 médicos, 3 economistas, 2 periodistas, 1 ingeniera industrial, 1 escritor y, obsérvese bien: solo cuatro académicos reconocidos y una licenciada cuyo trabajo de grado no fue posible encontrar en la biblioteca de la universidad en donde se graduó.
Salvo excepciones meritorias, el cargo ha tenido en su seno –y lo digo con todo respeto-, a opacos hijos de noble cuna, a políticos de profesión sin distinción alguna como educadores, a personalidades con más recuerdo en la empresa privada o la farándula que en la pedagogía, a investigados por corrupción y a un sentenciado por el Proceso 8000 a quien el Comité Permanente de Derechos Humanos de las Naciones Unidas ordenó resarcir. Sin temor a equivocación alguna, puede afirmarse que el Ministerio ha sido considerado, en la inmensa mayoría de las veces, un pedazo importante en la torta burocrática a distribuir entre los afectos del gobierno de turno; un cheque a girar para pagar amistades, apoyos y favores.
Aunque pueda resultar odioso, debe recordarse entre los políticos profesionales sin relación de ninguna naturaleza con la formación de formadores, antes y después de su paso por el ministerio, a Rodrigo y su hijo Francisco Lloreda (1978-1980 y 2000-2002 respectivamente), a Alfonso Valdivieso (1990-1991) y Carlos Holmes Trujillo García (1991-1993). Solo Marina Uribe de Eusse, ministra de educación durante cortos meses entre 1986 y 1987, había sido previamente profesora en las universidades de Antioquia, Nacional y Pedagógica. Educadores del talante de Jaime Posada (1962-1963) tan solo alcanzaron a permanecer un año en la cartera.
Si bien algunos de los ministros y ministras se vincularon a universidades como directivos o docentes (Alfonso Ocampo Londoño, 1960-1961 y Cecilia María Vélez, 2002-2010), o inculcaron a sus hijos el respeto por lo público y el sagrado compromiso con la educación (Luis Carlos Galán, 1970-1972 y Guillermo Angulo Gómez, 1980-1981, por ejemplo), la gran mayoría de ellos retornó al ejercicio de la política o ejerció cargos que en poco o nada guardaron relación con la función desempeñada en el ministerio, incluyendo notarías, embajadas u otros oficios estatales.
No obstante, debe subrayarse un factor no menos importante. Entre todos los ministerios, el de educación se ha caracterizado como ningún otro por la inestabilidad de los ministros. Desde 1958, la cartera ha estado en manos de 34 personas para un promedio de 1,76 años por ministro; lapso que sería mucho menor si contáramos los constantes tiempos de encargo o la alteración que en la estadística producen los 8 años de Cecilia María Vélez y los 4 de Maria Fernanda Campo (2010-2014). Después de Gina Parody (2014-2016) por ejemplo, la cartera de educación permaneció en encargo por casi dos meses, tanto o menos tiempo que lo sucedido con los viceministerios en diversas oportunidades, incluyendo algunas en que, extrañamente, el cargo ha permanecido vacante.
La rotación de los funcionarios directivos de rango medio en el Ministerio de Educación es, por otra parte, una de las más altas en los empleos públicos: gruesa parte de los técnicos llegan a aprender en ellos y se marchan cuando obtienen mejores oportunidades en el mundo laboral, no precisamente en el campo de la educación.
Algunos de los ministros han pasado por el cargo sin pena ni gloria y solo conocemos de ellos algunas pocas páginas llenas de retórica en sus informes al Congreso. Otros causaron revuelo por sus improvisaciones, se limitaron a cumplir orientaciones de organismos financieros e internacionales, o vieron morir sus iniciativas tras abandonar el cargo. Jaime Posada, por ejemplo, presentó al Congreso sendas propuestas de política educativa y reforma universitaria que nadie se dignó atender. Sucumbieron, de igual forma, las propuestas de la Misión de Planeamiento de la Educación, compuesta por especialistas de la Unesco, AID y Birf sobre la situación de la educación en Colombia al culminar el gobierno de Carlos Lleras Restrepo (1966-1970), como aquellas que 1200 delegados redactaron en el Primer Congreso Pedagógico Nacional sobre Política Educativa y Carrera Profesional Docente realizado en diciembre de 1966 en la Universidad Nacional. No es extraño, pues, que algo similar ocurriera con el Informe de la llamada Comisión de Sabios en 1994, como sucede también con los consecutivos Planes Decenales de Educación convertidos en monumento a los sueños imposibles, la inoperancia o la demagogia.
De la experiencia y de la historia debe aprender el próximo gobierno. Desde 1960, el Ministro de Educación de entonces, Gonzalo Vargas Rubiano, advertía que “el problema esencial de un país es el problema educativo, porque sin educación no puede haber democracia política ni democracia económica”. Tampoco desarrollo. (Memoria del Ministro de Educación al Congreso de 1960, p. XII). La frase continúa vigente y el país necesita que se trabaje con seriedad en la perspectiva. Mucho hay que discernir y analizar sobre las políticas recientes en educación y su continuidad o suspensión; sobre el fortalecimiento de la educación superior pública y la gratuidad, sobre la situación del magisterio y el bienestar, factor clave para la calidad. Modelos que fueron ejemplo, como ciertos procesos adelantados en Chile, hoy están en retirada en el país austral. Las condiciones exclusivas de Colombia y la construcción de paz requieren estrategias inteligentes y concretas.
En tal sentido, un grueso número de colombianos pide ahora que se entregue el Ministerio a alguien que conozca la educación del país, un experto en educación. En las redes con que promueven su iniciativa, afirman que “hay suficientes perfiles de alto nivel, trayectoria en el sector, reconocimiento y legitimidad”. No lo pongo en duda: necesitamos un educador en el Ministerio de Educación.