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Un par de amigos —uno de ellos fue ministro hace años— perdieron conmigo una apuesta sobre la elección americana del 3 de noviembre. Hasta ahí, nada raro. Lo que no es normal es que ellos, y mucha gente muy formada y llena de títulos, se hayan dedicado a repetir hasta la saciedad las teorías conspirativas más estrafalarias. ¿Entones la educación con varios posgrados no sirve para nada? Sintetizando sus largas y enredadas letanías, hubo un fraude evidente y colosal contra Trump, lo que en últimas implica que por ahí el 100 % de los jueces de Estados Unidos, incluida la muy conservadora mayoría de la Corte Suprema de Justicia, son cómplices de un crimen multitudinario, pues no han invalidado casi ningún voto. ¿Pruebas? No se conocen hasta ahora.
Dije aquí hace un tiempo que Trump era el síntoma, no la enfermedad. Hoy no estoy tan seguro. Se ha desatado una psicosis colectiva alrededor de su nombre. En una dictadura, dicha psicosis sería típica, solo que aquí sucede en una democracia, que no por atribulada deja de serlo. Me dirán que nadie como el propio Trump para promover y hacerse matar por este tipo de teorías. Perder es impensable para él. En fin, el hombre con todo y su mitomanía encarna un fenómeno político extraño. ¿En qué consiste?
Empecemos por dos datos innegables. Tras sacar 63 millones de votos en 2016, este año sacó 74 millones. La participación, sin embargo, pasó del 55,7 % al 66,7 %, lo que nos lleva al siguiente dato crucial: Joe Biden, el presidente electo, sacó la bobadita de 81 millones de votos, el máximo alcanzado nunca por nadie en ese país. La mayoría de los analistas republicanos se centran en la primera cifra e ignoran olímpicamente la segunda. Sí, Trump tiene muchos seguidores, pero es obvio que tiene todavía más detractores y enemigos, pues resulta imposible argumentar que el inmenso caudal de Biden se debió a su popularidad o a su carisma.
Según ello, Trump encarna una ilusión racista y antiliberal amplia aunque minoritaria. Por lo visto, a muchos les encantó que el señor del peluquín despertara en ellos esta ilusión prohibida. Por ende, mis amigos citados no ven que Trump se parece a un cachalote podrido atravesado en la mitad del camino hacia el futuro del Partido Republicano. ¿Qué encarna el hombre, como no sea una colección de prejuicios de todo tipo? ¿Por qué no les parece posible tener un candidato o hasta candidata más joven y con menos lastre? Nian se sabe.
Hagamos, de la mano de un enemigo jurado de la futurología como yo, fast forward a 2024. La candidata más posible del Partido Demócrata para ese momento es Kamala Harris. Supongamos por un instante que Trump espanta todas las alternativas republicanas y es el candidato. Él, viejo, gordo, astuto, bocón, perdido en un narcisismo oceánico, presa de irreprimibles deseos de venganza, atractivo de veras solo para hombres blancos poco educados mayores de 50 años. Ella, 18 años más joven, dinámica, atractiva para todo tipo de gente, incluso muchísimos blancos. ¿Quién ganará?
Mis amigos fanáticos de Trump de seguro se alegrarían con la candidatura de don peluquín y juran que ganaría. Sin embargo, si me preguntan a mí, yo digo que es magnífico que se lance desde ya y sea el candidato republicano en 2024. Se perfila como una presa fácil de vencer para su eventual contrincante, lo que causaría una debacle en el Partido Republicano. Se la están buscando.
P.S. Esta columna reaparecerá el 13 de enero de 2021.