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La estrategia planteada por el Gobierno nacional de dejar en manos de cada entidad territorial la decisión de dar inicio a la reapertura, sin que esté acompañada de una política clara y efectiva en términos de acciones y recursos para hacer frente a esta crisis, es una estrategia del tipo ¡sálvese quien pueda!, que promueve las brechas educativas y, por ende, las desigualdades sociales, pues aquellas regiones más desarrolladas, con más capacidad técnica, más recursos para la educación y mejor infraestructura educativa estarán mejor preparadas para un retorno a las aulas.
De igual forma ocurrirá con los establecimientos educativos: aquellos con más recursos y mayor liderazgo de sus directivos y docentes para hacer frente a esta crisis serán los que abrirán.
Sin duda, la reapertura de colegios es una necesidad que no da espera, considerando que para muchos estudiantes de educación básica y media, principalmente de colegios oficiales, este año ha sido prácticamente perdido en términos de aprendizaje. Lo anterior, debido a la falta de acceso a herramientas tecnológicas para recibir clases remotas, dado que alrededor del 63 % de los estudiantes de colegios oficiales no cuentan con computador ni acceso a internet, en contraste con un 33 % de colegios privados.
A ello habría que sumarle un entorno familiar y un espacio físico no propicio para continuar con su proceso de aprendizaje desde casa y la falta de una tutoría de los padres o acudientes que este tipo de modalidad de aprendizaje exige, especialmente para los más pequeños. Tan solo cerca del 6,4 % de las madres de los estudiantes de colegios públicos tienen educación superior, versus el 22,5 % de aquellos de colegios privados.
La pandemia visibilizó los grandes rezagos y desigualdades que existen en nuestro sistema educativo. En términos de aprendizaje, en promedio los estudiantes de último grado de bachillerato de colegios oficiales obtienen 25,5 puntos menos que sus pares de colegios privados en el examen Saber 11. Una brecha que con seguridad se ampliará, fruto de los efectos de la pandemia.
En materia de infraestructura física también se evidencian grandes retos, pues hay colegios oficiales con condiciones muy precarias e incluso algunos que no cuentan ni con servicio de agua potable.
El Gobierno nacional giró cerca de $92.000 millones de recursos desde el Fondo de Mitigación de Emergencias (FOME) a las secretarías de Educación para preparar los protocolos de bioseguridad y habilitar las condiciones sanitarias de las instituciones educativas; sin embargo, la mayoría de las regiones no han establecido sus protocolos ni han iniciado la adecuación de los establecimientos educativos.
Si dividimos el monto total de recursos entre las 44.006 sedes de establecimientos educativos oficiales que existen en Colombia, a cada sede le tocarían cerca de $2 millones para hacer las adecuaciones requeridas. Monto que contrasta con las inversiones que han realizado algunos colegios privados que alcanzan, por ejemplo, los $400 millones.
Es una medida evidente permitir que aquellos establecimientos educativos que tengan las condiciones mínimas de bioseguridad retornen a la presencialidad, ¿pero qué pasa entonces con los que aún no reúnen esas condiciones?
Se requiere mucho más que destinar algunos recursos y establecer algunas reglas de juego. Es indispensable diseñar una política articulada con las regiones en la que se identifiquen aquellos colegios oficiales más rezagados y se les garanticen todas las condiciones necesarias para un retorno seguro a las aulas. Además, se requiere dotar a los estudiantes de herramientas tecnológicas, para hacer posible el modelo de alternancia en condiciones de equidad y así mitigar el aumento de las desigualdades educativas.
Lo anterior cobra aún más relevancia teniendo en cuenta el panorama que se vislumbra para el próximo año, en el que muy probablemente seguiremos con restricciones a la apertura total de los colegios.
* Directora de Posgrados en Economía y codirectora del Laboratorio de Economía de la Educación (LEE) de la Universidad Javeriana. Ph. D. en Economía.
Por Luz Karime Abadía Alvarado*
