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Recuerdo de lo que fuimos

Héctor Abad Faciolince
16 de noviembre de 2013 - 11:00 p. m.
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Hace un par de meses -navegando en la red, que es como se nos va ahora la mitad y media de la vida— encontré que en la página de National Geographic ofrecían un test de ADN (no demasiado caro, 150 dólares), mediante el cual uno puede saber con bastante precisión de dónde vienen sus ancestros.

Los que no tenemos ni una peca de nobles en el cuerpo, ni retratos al óleo de los antepasados del siglo XVII, navegamos en puras especulaciones al preguntarnos de dónde venimos, qué diablos seremos, en esta mestiza región de la tierra.

A fuerza de observación, de lecturas y de conjeturas, siempre he pensado que los americanos del sur somos, y a mucho honor, bastardos. Con esto quiero decir que no hay en nosotros “pureza de sangre”, que no somos cristianos viejos sin mezcla de negros, indios, judíos o moros, como querían hacer creer de sí mismos algunos godos de España pasados a estas tierras tropicales. Al contrario, que lo más probable es que seamos mezcla de colonos españoles con indias y con esclavos negros.

Pues bien, la semana pasada me llegó el resultado de las pruebas genéticas, que se remonta a mis antepasadas más antiguas por línea femenina, y a los más viejos y recientes por línea paterna y materna. Admito que abrí el archivo con ansiedad, preguntándome qué sería yo, sin saberlo, según mis células, y si en ese test biológico encontraría la respuesta. Por el lado del ADN mitocondrial no había —ni creo que pueda haber en nadie— ninguna sorpresa. Es nuestra huella más antigua y se devuelve siempre a África. Según los marcadores genéticos mi linaje, L3, perteneció a una mujer africana que vivió allí hace unos 67.000 años. Sus descendientes fueron de los primeros en abandonar el continente africano hacia el norte. Después de cruzar el Sahara el linaje L3 se dividió en dos haplogrupos, M y N. Dice el test que mi madre es N y que al salir de África estas mujeres N coexistieron con neandertales. De esta especie ya extinguida —en mi imaginación grandulona y obtusa— dicen que tengo el 1,8% de mis genes. Tener algo de neandertal fue una primera sorpresa.

Por el lado del cromosoma Y, mi línea paterna, los antepasados más antiguos son —como es natural— también africanos. Hace 50.000 años una de mis ramas, la M96, vivía allí. De él vienen el 86% de los bantúes, el 76% de los zulúes, más del 90% de los yorubas, más del 80% de los bereberes, y también el 17% de los italianos. 25.000 años después mi antepasado se llama P2 y de éste me parece interesante que el 18% de los judíos negros (etíopes) provienen de él. Nuevo salto adelante: M35.1, de donde provienen la mitad de los albaneses, un 20% de los asquenazíes y un 30% de los sefarditas. Nuevo brinco: hace 5.000 años mis padres eran M81: bereberes de Marruecos y tuaregs son la mayoría en llevar este marcador. El último que me dan se llama M310, y lo único que me dicen de él es que sus descendientes están esparcidos en la región mediterránea de África, Medio Oriente y España.

Al final me dan un cuadro con los marcadores de las últimas seis generaciones de mi familia. En este proyecto (Genographic) el mundo se divide en nueve regiones y de cada una nos dan nuestra más probable pertenencia, en porcentajes que van del 0% al 100%. Bueno, casi nadie es 100% nada. Hasta los grupos indígenas americanos más aislados no tienen marcadores 100% indígenas: tienen al menos un 5% de mezclas europeas (mediterráneas o del norte) por contactos recientes. De estas últimas seis generaciones me mandan la mezcla, que comparto con ustedes. Lo que más me interesa de este coctel genético es mi 12% de “nativo americano”. Qué dicha ser un mestizo: una de mis bisabuelas, o dos de mis tatarabuelas, al menos, eran indias. Si quieren ver el mapa resumido, aquí está: http://bit.ly/1bKSnls.

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