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Hasta Trump dice que no es racista, pero otra cosa es volverse antirracista, proceso que requiere reflexionar sobre la formación discriminante que uno ha recibido y ejercer la autocrítica con humildad. Pensé en esta disyuntiva luego de darme cuenta de que había permanecido insensible ante las palabras republiqueta africana a lo largo de una primera lectura de una importante columna de El Espectador. La inadvertencia le daba la razón al historiador Alfonso Múnera quien lleva al menos cinco lustros haciéndonos caer en cuenta de que aceptamos sin objeción alguna la geografía racializada que inventaron intelectuales de los siglos XVIII y XIX, incluyendo, entre otros, a Francisco José de Caldas, José Ignacio de Pombo y los hermanos Miguel y José María Samper**. Harari diría que esos pensadores lograron convertir en un instinto aprendido*** la creencia de que, por lo temperado de su clima, los Andes dan lugar al florecimiento de la racionalidad y belleza de la gente blanca, en tanto que las selvas y valles tórridos son los albergues perfectos para la fealdad, estupidez, pereza, libinosidad e incapacidad del raciocinio abstracto mediante las cuales esos pensadores caracterizaron a sus pobladores negros e indios.
Si hoy es evidente cómo colapsa la separación de los tres poderes del Coloso del Norte, ¿Por qué no haber hablado de la republiqueta trumpiana? A partir del siglo XV y hasta el primer decenio del XX, Europa fundamentó su poder fomentando las autocracias africanas. Los portugueses fueron los primeros en ofrecerles a minorías étnicas y religiosas de las regiones costeras del Congo y Angola prebendas económicas y armas para que en el interior secuestraran hombres y mujeres jóvenes —y hasta preadolescentes—, los encadenaran, llevaran hasta inmundas prisiones costaneras donde tenían que esperar a completar el aforo del barco esclavista fondeado en puerto. Pasaban a los campos de concentración flotantes, hasta llegar a puertos como Cartagena de Indias, donde —ya convertidos en mercancía y mediante un hierro al rojo— los españoles les ponían sobre la piel la marca que llamaron la carimba, mediante la cual los amos hacían pública la apropiación de aquellos cuerpos y mentes. Las rebeliones en busca de la libertad no se hicieron de esperar. En la llanura Caribe el cimarronaje fue endémico, pero no alcanzó el clímax de la revolución haitiana. No obstante, la resistencia fue insuficiente para detener el trabajo esclavo que le daba sustento a la producción de oro, plata y azúcar, y al consecuente enriquecimiento de España, Portugal, Francia, Inglaterra, y Holanda hasta extremos que los humanos jamás habían experimentado.
Al mismo tiempo, en África, la migración forzada de al menos veinte millones de seres humanos profundizaba insalvables vacíos demográficos, emocionales, sociales, políticos y espirituales. Los efectos incluyeron guerras étnicas de venganza, demencia colectiva y suicidio****, y como si todo esto no hubiera sido suficiente, los mismos colonizadores se reunieron en Berlín, y entre 1884 y 1885 se repartieron ese continente. No importó si por la arbitrariedad de los limites impuestos separaban gente de las mismas afiliaciones étnicas o si juntaban enemigos irreconciliables. Primaba la extracción de maderas, metales, piedras preciosas, e hidrocarburos, reforzando militarización y soborno de élites mediante sistemas educativos que legitimaran la expoliación. Ante semejantes asimetrías, injusticias y ejercicios de poder, ¿qué órdenes políticos de verdad merecen que los llamemos republiquetas?
* Profesor, Programa de antropología, Universidad Externado de Colombia.
** 2005. Fronteras imaginadas. Bogotá: Planeta.
*** Harari, Yuval Noah. 2018. De animales a dioses. Bogotá: Penguis Random House, Debate, pág. 185.
**** Miano, Leonora. 2013. La estación de la sombra. Las Palmas de Gran Canaria: Casa África