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La “revolución de las ruanas” avanza a lo largo y ancho del país. Es una revolución pacífica, que tiene como protagonista principal al campesinado.
La tradicional simpatía que despiertan los campesinos, por su trabajo, paciencia y abnegación, se expande con cacerolazos en múltiples lugares del país donde la gente protesta contra ominosas condiciones de vida y se solidariza con lo iniciado por quienes nos alimentan todos los días y nutren nuestra cultura.
Colombia está en deuda histórica con el campo y sus habitantes. El “progreso” del país se ha asociado con la construcción de ciudades e infraestructura, dejando en el olvido a millones sometidos a la violencia y al abandono en las extensas zonas rurales. Las cifras comparadas de pobreza y miseria para la ciudad y el campo no mienten. El país enfrenta demandas legítimas y justificadas cuya atención no ha sido justamente apreciada en las políticas de desarrollo.
La impactante imagen de plazas abarrotadas de personas, pese al frío y las tinieblas de la noche, manifestando en solidaridad con los campesinos, significa la derrota de la violencia. No son la furia y la ira de los revoltosos, sino la justicia y la politización de las grandes masas los factores decisivos del cambio. El aprendizaje de la vida en democracia hecho por la población en las manifestaciones populares y sociales puede conllevar sorpresas en las urnas.
Farc, Eln y Gobierno deberían recibir atentos el mensaje: su guerra ya no es nuestra guerra. Los jefes de Estado no parecen nunca estar hartos de la guerra, decía Kant en Sobre la paz perpetua, en relación con la política internacional. Los agentes nacionales de la violencia emulan a dichos jefes, condenando a las grandes mayorías al dolor, la miseria y la tristeza. Es precisamente la revolución pacífica de las ideas y la acción colectiva coordinada de los habitantes del campo lo que puede poner fin a nuestra estupidez presente.
La gran virtud de la democracia consiste en reemplazar, gracias a la deliberación y la crítica bien fundada, tiros por votos, estrategia militar por libre competencia de ideas. En este sentido son bienvenidas dos decisiones que abren el camino a la paz: la sentencia de la Corte Constitucional que orienta el alcance del marco jurídico y la reforma a la ley estatutaria para refrendar popularmente los acuerdos finales a que se llegue con los insurgentes.
Es hora para que todos los colombianos, indistintamente de sus convicciones, militancias y conveniencias políticas, rodeen las instituciones y apoyen los acuerdos de paz. En un acto de grandeza y lealtad a la Constitución y al derecho, todas las partes deberían aceptar las decisiones de los jueces que encauzan el proceso de paz y buscan posibilitar el goce efectivo de los derechos para todos.
Reconsiderando posiciones anteriores, a la luz de la doctrina y la jurisprudencia interpretadas integralmente, considero que tanto el marco de paz como la refrendación de los acuerdos finales de paz son la respuesta al desafío histórico que enfrentamos. Estar a la altura del momento y apoyar los acuerdos de La Habana posibilitaría resarcir finalmente a las víctimas y darle una oportunidad a la justicia, empezando por el campesinado, educador y promotor de nuestra incipiente democracia.