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El cuento debió comenzar muy temprano, exactamente un poco después del invento de la bipedestación, cuando los gruñidos del homínido se suavizaron y pudo articular fonemas diferenciados. Luego vino el suspiro, el silbo, la canción y la plegaria. El cuento nació seguramente en la noche, alrededor del fuego, cuando dorábamos perniles y contábamos hazañas de cacería bajo la bóveda constelada de soles y planetas. Como ya éramos humanos, en algún momento la ficción se coló en el relato. Esa noche nació el cuento.
(La bipedestación es el nombre que recibe el genial invento de erguirse en las dos patas traseras. Un bluff de pelea, quizás).
¿Cómo se hace un buen cuento? Nadie lo sabe. Lo que sí conocemos son los caminos del error, que son los mismos del exceso. Abusar de las descripciones, de las reflexiones o de la poesía, que tienen, las tres, el fatal efecto de ralentizar la acción. Un cuento, recordémoslo, es un artefacto que avanza entre la acción y la tensión. El cuento debe avanzar. Transcurre en el tiempo. La reflexión, la descripción y la poesía operan en tiempo detenido. Las tres necesitan un corte para ser.
(Caramba, estoy hablando como los filósofos. No se extrañen si les asesto un “devenir”).
También son fatales los cuentos oníricos y los ejemplares. Una muestra de los primeros es el relato que cierra el ensayo El entierro prematuro, de Poe. (El maestro de los cuentos ejemplares es Nathaniel Hawthorne, especialista en arruinar historias magníficas con moralejas ñoñas).
El ensayo es posterior al cuento, sin duda. Lo inventó un viejo para explicarle algo a un niño. Pudo ser una clase de tallado en piedra en África o una lección de pintura en Altamira. El ensayo escrito aparece en Grecia, como todo, aunque no es raro que tenga antecedentes chinos, como todo.
Las instrucciones para hacer un mal ensayo puede encontrarlas el lector en la academia más cercana: aparato erudito, riguroso rigor, exhaustividad, pies de página de varias páginas, prosa reseca, desprecio por el diseño, bajo humor y alta autoestima.
El buen ensayista tiene más de seductor que de sabio; entiende que la erudición es un punto de partida, no de llegada, y que la especulación vuela mientras que el rigor apenas repta. Guarda un secreto: sabe que solo podemos ensayar sobre asuntos que hemos llevado un tiempo en la cabeza y en el corazón. Y claro, es un estilista.
Con estas poéticas en la cabeza he escrito cuentos sobre un señor frío que juega ajedrez con una máquina temperamental, un gusano que le roe las neuronas a un sabio, la discusión sobre la naturaleza del lenguaje entre Bello y Cuervo, una batalla feroz entre el dios judío y un dios egipcio, y los problemas geométricos y logísticos que debió resolver Colón ante un tribunal en Salamanca.
También he escrito ensayos sobre la partícula que inventó el mundo, el devenir (se los dije) de la moda y la filosofía en el siglo XXI, los teoremas de la diosa Namakkal, el megaproyecto de la Torre de Babel, la razón última de la armonía de las hormigas, un paralelo entre el brujo y el poeta, y las intimidades del triángulo Mutis-Poniatowska-Buñuel.
Nota. Random House está poniendo en librerías una compilación de estos cuentos y ensayos bajo el título Sacrificio de dama.
Nota dos. El lector no debe esperar mucho del dominio del columnista de la teoría literaria. Estar en posesión de una poética no garantiza la calidad del resultado (hacer columnas es pi veces más fácil que hacer cuentos y ensayos). Ruego que los manes de las letras hagan su trabajo, que el lector encuentre en esas páginas un rescoldo del placer con que fueron escritas, y que alguna línea tenga el oscuro poder de erosionar su más cara certeza.