Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
La adolescencia es, tal vez, la etapa en la que, como en una novela de Philip Roth, impactamos las bombillas con nuestros proyectiles de semen. O para aterrarnos con el acné y la presencia insólita y masiva de vellos púbicos.
O para desafiar la autoridad paterna e irnos a amanecer en una banca de parque, tocando la guitarra y gritándole las injusticias al mundo.
Hoy, aunque no se trate de ninguna efeméride, quiero referirme a Holden Caulfield, el adolescente creado por J.D. Salinger en su novela El guardián entre el centeno, traducido al “gilipollo”, en pésima versión españoleta de Carmen Criado. La especie de rebeldía de un chico de clase media, expulsado de cinco colegios, sigue despertando interés de los lectores de una obra, publicada en 1951 por el enigmático escritor, veterano de guerra y convertido en autor de culto por sus “fans”.
Salinger, que fue agente de contraespionaje (sabía alemán) de los Estados Unidos, en 1943, se escabullía del frente de combate para escribir. Dicen que lo vieron tecleando debajo de una mesa, sin que su concentración fuera perturbada por las explosiones. De joven, según su biógrafo no autorizado Kenneth Slawenski, osciló entre ser actor o escritor, visitaba fiestas de moda solo por ir detrás de su gran amor, Oona O’Neill, hija del dramaturgo y Nobel de Literatura Eugene O’Neill. Quizá su primer golpe sentimental lo recibió cuando la chica se casó con Charles Chaplin.
Salinger, que se convirtió en leyenda urbana cuando decidió mutarse en una suerte de ermitaño en Cornish, abrazó la espiritualidad zen, el yoga y las predicaciones del maestro Yogananda sobre el desapego. Y escribió El guardián entre el centeno como un modo, quizá, de borrar el mundo de la guerra y mostrar la generación de posguerra en los Estados Unidos, que cayó en las indicaciones del individualismo y el extrañamiento frente al universo alienante del consumo.
El Guardián entre el centeno, una crítica a la domesticación escolar, presenta a un pelado de dieciséis años, con capacidad para seducir sin llegar a perder la virginidad, y, sobre todo atractivo, por su especie de insolencia, por su visión crítica de un mundo superficial. Al contrario de su creador, Holden no escoge el silencio y el apartamiento sino la palabra, la eterna conversación, en la que a veces las imposturas le dan ganas de vomitar.
El muchacho es un mentiroso (se divierte con las mentiras), hiperbólico, no gusta del cine (tal vez como oposición a su hermano que es guionista en Hollywood), bebe whisky con soda, daiquiris helados, es un poco ateo, cobardón y manirroto. Le gustan el tenis y el golf, y es tan exagerado que puede decir que la cama de su mamá mide más de cinco mil millas. Es, en definitiva, un chico muy despierto que muestra al lector varias caras de Nueva York y de la educación no solo sentimental.
Holden, con buen sentido del humor, expulsado del último colegio, el Pencey, se va de tabernas a bailar, y le toca sacar a una muchacha fea y torpe, que le hizo pensar: “bailar con la tal Marty era como arrastrar la estatua de la Libertad por toda la pista”. Y así, en un mundo juvenil de colegio, entre pedos y peleas, el adolescente, al que sobre todo le atrae leer a gente como Isak Dinesen y Thomas Hardy (ah, le gusta Scott Fitzgerald pero no Hemingway), se convierte en un ser irreverente.
La novela de Salinger, perseguida por el macartismo gringo, lo que por otra parte le ayudó a subir en ventas, alcanzó más famas cuando, por ejemplo, Lee Harvey Oswald, presunto asesino de Kennedy, dijo que le encantaba la obra, y cuando Mark Chapmann mató a John Lennon, llevaba en el bolsillo un ejemplar de El guardián entre el centeno.
Holden, que tiene una aventura de hotel con una prostituta sin llegar a acostarse con ella e intenta seducir en un autobús a una señora que pudiera ser su madre, se volvió arquetipo para muchos adolescentes norteamericanos de los sesenta y setenta, aunque la novela nada tiene que ver con la masturbación, ni con los polvos dirigidos contra los bombillos.