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No sabemos si su esposa está muerta, pero nos urge saber exactamente a qué horas la mató. Esta fue la pregunta que, con toda seriedad, le formularon a la JEP los estadistas y juristas que redactaron el artículo 5 del Acto Legislativo 01 de 2017 para ponerle fin al conflicto armado más viejo del planeta: “De los delitos cometidos con posterioridad al 1° de diciembre de 2016 conocerá la justicia ordinaria”.
De modo que, según los sabios juristas de la Corte Constitucional, la JEP no es competente para establecer si Santrich exportó cocaína, sino para aclarar si el no hecho-hecho había ocurrido-no ocurrido antes o después de aquella fecha. Es un problema metafísico digno de Aristóteles o, peor, es tratar de comprender y aplicar el principio de indeterminación de Heisenberg, según el cual es imposible conocer la posición y la velocidad de una partícula de modo simultáneo.
La pobre JEP entonces pidió pruebas para saber si el delito existía o no existía, y aquí fue la de Troya: ¡crisis institucional!, choque de trenes, renuncia el fiscal, renuncia la ministra, intervención de Estados Unidos, el proceso de paz a punto de romperse, palabras enérgicas y reiteradas del presidente Duque, fallos o fallas de la Corte Suprema, el Consejo de Estado, la Corte Constitucional, el procurador, la Fiscalía, el Instituto Nacional Penitenciario, el secretario de la Cámara, pataletas de Uribe, plantón de los verdes, declaración del partido FARC, titulares y editoriales durante meses, explicaciones de la Unidad Nacional de Protección e intriga nacional sobre el paradero de un sujeto que no tiene ni ha tenido jamás la menor importancia para nadie.
Tal vez me anticipé, pero no exageré. Santrich es un bandido con Dios sabe cuántos delitos a su espalda, el del “quizás, quizás, quizás” repulsivo ante las víctimas, el que además fue pillado con el bandido sobrino de Iván Márquez organizando otro embarque para Estados Unidos. Los magistrados exquisitos de la JEP resolvieron que faltaba alguna coma para tipificar el delito como piden los maestros italianos del derecho penal. Pidieron nuevas pruebas a los gringos por medio de la Cancillería, y la carta fue a parar a Panamá. Los magistrados de la JEP negaron la extradición. El fiscal que fue nombrado por ser amigo de Sarmiento y que estaba no-investigando a Sarmiento, renunció en son de protesta seis días antes de que la Corte que lo eligió lo destituyera por ser amigo de Sarmiento. La ministra se cayó porque una persona honrada no debe aceptar Ministerios. Santrich sale de la cárcel y en la puerta lo vuelven a agarrar porque sí hay pruebas para juzgarlo en Colombia. Alguien se acuerda de que el fulano es congresista por cuenta del partido de las FARC, el Consejo de Estado cae en cuenta de que no se posesionó porque estaba en la cárcel y la Corte declara que el bandido goza de inmunidad parlamentaria. Santrich llega a la Cámara, no dice nada de nada, pero causa un bochinche que ayuda a hundir la ya náufraga agenda legislativa, deambula algunos días por el Capitolio, cobra sus 14 millones de honorarios y sale a visitar a un hijo, para lo cual le estorban sus guardaespaldas.
El tipo puede estar vendiendo empanadas en Quito, muerto de la risa o muerto de verdad por cuenta de cualquiera de sus muchos enemigos. Pero cualquiera que sea la situación, esta novela estúpida seguirá siendo la saga que distraiga a los periodistas y a los colombianos durante quién sabe cuánto tiempo.
Y es que un país sin estadistas que miren al futuro tiene que seguir aferrado a los políticos que viven del pasado.
* Director de la revista digital Razón Pública.