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Los esfuerzos constitucionales por regular el libre desarrollo de la personalidad serían risibles si no anunciaran una tiranía voluntarista y sin polo a tierra.
El Nobel de Economía de 1974 lo compartieron Friedrich Hayek y el sueco Gunnar Myrdal. Hayek defendía las libertades individuales. Criticaba cualquier forma de tiranía, incluso la planificación. Su inquietud era práctica: la disponibilidad de información. “El conocimiento necesario para generar prosperidad no cabe en una sola mente”. Solo la sociedad libre, insistía, permite que cada cual utilice su limitado conocimiento y lo transmita. Myrdal, por el contrario, promovía el desarrollo planificado, dirigido por expertos, normalmente aliados con soberanos, incluso dictadores.
En 2013, William Easterly publicó La tiranía de los expertos donde lamenta que Hayek, preocupado por la libertad y los derechos, haya sido etiquetado como reaccionario, mientras que Myrdal, partidario de susurrar al oído del soberano, se considere progresista. Exfuncionario del Banco Mundial, Easterly centra su crítica en la alianza entre autócratas y tecnócratas que afecta libertades y democracia.
El dirigismo de Myrdall acabó imponiéndose y en ninguna parte como en Suecia, donde hace un siglo la socialdemocracia renunció al marxismo ortodoxo y decidió que el capitalismo fuera sometido paulatinamente y sin violencia. Previeron que sería un error expropiar los medios de producción: mejor control se alcanzaría planificando minuciosamente la demanda para que los capitalistas produjeran los bienes que las autoridades consideraran convenientes. Era necesario cambiar la cultura, modernizar mentes y manera de pensar; buscar que se consumieran productos adecuados y se adoptaran rutinas predecibles. Alcanzar la sociedad soñada no implicó estatatizar la producción sino dirigir la vida privada con maternalismo de las autoridades, conocimiento de los expertos, detallada planificación e ingeniería social. Gunnar Myrdal y su esposa, Ava, militante feminista, lideraron las políticas sociales suecas a partir de los años 30.
Después de vivir siete meses en Suecia, Susan Sontag anotaba que la gente era consciente de hacer parte de un “experimento social” totalmente racional y exportable sobre el cual preferían no discutir. En The New Totalitarians (1971) Roland Huntford, excorresponsal de The Observer en Escandinavia, anotó que Suecia parecía el Mundo feliz de Aldous Huxley. Gobernada por una oligarquía tecnocrática, la gente recurría al Estado para todo, en una actitud más conformista que preocupada por la libertad. Suecia ya llevaba cuatro décadas gobernada por socialdemócratas que habían cooptado la burocracia y el poder judicial con una red de sindicatos, grupos de presión y activismos. Bloquearon al acceso al poder de cualquier alternativa política sin que eso molestara a la ciudadanía. La peculiar historia, el aislamiento geográfico, la agricultura casi colectiva y el bruk, manufactura instalada en áreas rurales con fuerte influencia comunitaria, impidieron el desarrollo de una cultura cívica individualista y permitieron establecer una administración centralizada y fuerte que llevó al Estado de b
ienestar. La alta calidad de la burocracia y el débil poder legislativo reforzaron esas bases. Poco aficionados a filosofar y a la metafísica, los suecos concentraron su talento en ingeniería, innovación y excelencia administrativa. Un sistema educativo monolítico y destreza para enfrentar la gran depresión con recetas keynesianas reforzaron la firme creencia en las ventajas de planificar e intervenir. Para Huntford, la burocracia sueca interpretó el ser humano en términos conductistas y adoptó la estrategia de manejar incentivos para alterar comportamientos. Con mayor éxito y menor oposición que los comunistas, manipularon el entorno para moldear mentalidades en la nueva sociedad. Además, han sido particularmente exitosos convenciendo al mundo de su eficacia y tipo de gobierno. No es casualidad que un país tan pequeño tenga con los premios Nobel influencia científica y literaria global. Por razones obvias, su principal aliada y poderosa caja de resonancia es la burocracia internacional que nutre los activismos.
Suecia y Colombia son aún más dispares que Dinamarca y Cundinamarca. El modelo sueco, pragmático y autóctono, incorporó peculiaridades históricas, económicas, sociales y humanas. Está a años luz de la propuesta de juristas y militantes de la élite colombiana, que importaron la exigencia de un Estado que garantice derechos fundamentales sin reparar en tradiciones, factibilidad, costos, responsabilidad individual o coherencia. Un constitucionalismo que se proclama liberal menosprecia a Hayek; entrometido y autoritario como Myrdall es generalista, informal e incapaz de planificar el desarrollo, mucho menos de aliarse con el capitalismo: poco interesado en la economía, legal o ilegal, no maneja incentivos ni consecuencias. Inquietudes sobre financiación, cargas fiscales o evaluación de impacto de los fallos se consideran aún neoliberales y reaccionarias. Nada que ver con una burocracia técnica, especializada, que cuantifica y evalúa, responsable, incorruptible, admirada por una ciudadanía respetuosa del Estado, dispuesta a cumplir la ley y las decisiones administrativas. En la disciplinada Suecia, el libre desarrollo de la personalidad como médula de la jurisprudencia tal vez se perciba como realismo mágico de un célebre novelista en liqui liqui.