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Silencio o denuncia en Siria

Víctor de Currea-Lugo
25 de agosto de 2013 - 11:00 p. m.
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Cuando los campos nazis se llenaban de víctimas, el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) cometió uno de sus más graves pecados, que no ha podido superar del todo a pesar de sus miles y miles de pruebas de entrega a favor de las víctimas: haber guardado silencio.

 

A finales de los años sesenta, en la hambruna de Biafra, Nigeria, el mismo dilema, entre atender en silencio o denunciar a riesgo de ser expulsado, partió de nuevo al mundo de los humanitarios, dando origen a la organización Médicos Sin Fronteras (MSF).

Ante el genocidio de Ruanda, en 1994, el CICR dijo claramente que “el silencio tiene un límite”. Esa misma postura la refrendaría años después al denunciar (ellos prefieren decir informar) tanto la situación inhumana de los presos en Guantánamo, como las atrocidades en la cárcel de Abu Ghraib en Irak.

En el genocidio de Darfur (Sudán), los humanitarios estuvimos enfrentados seriamente a la tensión entre denunciar y ser expulsados o atender y guardar silencio. Finalmente, en 2009, la Corte Penal Internacional ordenó la detención del presidente de Sudán por dicho genocidio y el gobierno expulsó a las 13 ONG humanitarias más grandes, dejando desprovista de atención al 80% de las víctimas.

Hoy, Siria pone de nuevo a prueba la labor humanitaria. El comité local de médicos de Homs y el precario equipo médico de Qusair son apenas dos de los cientos de ejemplos de entrega humanitaria. MSF, fiel a su nombre, ha cruzado la frontera para apoyar a las víctimas. Pero su labor más relevante ha sido haber confirmado lo que ya algunos dudan, el uso de armas químicas: en pocos días atendieron 3.600 casos, de los cuales 355 murieron. Lo dice una ONG que ganó el Premio Nobel y que está en el terreno, mientras la ONU dice que sus delegados en Damasco no están autorizados a investigar por “problemas de seguridad” (¿no es acaso por eso que está la ONU allá?).

Lo humanitario no puede ser reducido a algunas ONG dedicadas a la mercadería de proyectos para su propia sobrevivencia (no la de las víctimas), ni a la imagen estereotipada de aventureros a sueldo. Miles y miles de personas, por décadas y décadas, han construido centros nutricionales, fuentes de agua, clínicas y campos de refugiados, desde Birmania hasta Haití, desde Kosovo hasta Sudáfrica, que no pueden ser reducidos al olvido. Y en esta labor han dejado algunos la propia vida.

Ya en Siria no necesitamos más datos. Incluso aún sin armas químicas, los más de 100.000 muertos, 4 millones de desplazados y casi 2 millones de refugiados merecen algo más que el silencio de la llamada comunidad internacional.

 

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