Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Hoy hace una década Silvia se fue para siempre. Al menos en su forma física. Ese sentimiento de orfandad que nos arropó a quienes tuvimos el infinito privilegio de conocerla, de quererla y de gozar su compañía, se hace ahora más palpable que nunca.
Aunque la sigamos viviendo a través de la relectura de sus libros, de sus columnas y de los muchos recuerdos que dejó, ya no está más esa sonrisa cálida y envolvente con la que saludaba. Tampoco se puede acudir a ese consejo sabio, a esa frase precisa que nos aclaraba complejos dilemas internos o a esa certera opinión, llena de sentido común, que ella ponía de presente con la delicadeza que la caracterizaba.
Su obsesión por la defensa de las libertades, de lo justo, por la lucha contra la corrupción, por el respeto a los derechos humanos, contra la iglesia conservadora, los derechos de la mujer, entre otras tantas cosas, la llevaron a tener como un mantra a Albert Camus, cuando dijo frente al periodismo, que: “nuestra única justificación, si es que hay alguna, es hablar mientras podamos, en nombre de los que no pueden”. Silvia lo hizo, y de qué manera. No en vano esa certera frase estaba colgada, a la vista de todo el mundo, en su oficina de Vanguardia.
Algo similar sucedió con sus cinco novelas, ¡Viva Cristo Rey! (1991); Sabor a mí (1994); Soledad, conspiraciones y suspiros (2002); La mujer que sabía demasiado (2006) y Un mal asunto (2009). En su tesis de grado para obtener el doctorado en Filosofía, “Historia y periodismo en las novelas de Silvia Galvis”, Jeannette Uribe-Duncan menciona que “La narrativa de ficción de Galvis es también pertinente porque además de ser distintiva y variada en el uso de géneros y narradores, busca recuperar la memoria histórica de Colombia a la vez que utiliza la ficción como instrumento de crítica y denuncia sobre episodios históricos y políticos cruciales en la historia de Colombia”. Nada que agregar.
Donde quiera que encontraba un “entuerto por desfacer”, como ella misma decía, aparecía su talante indoblegable de periodista investigativa sin “sordina”, como lo recordara Gerardo Reyes, lo que le permitió sacar a la luz, y exponer ante la opinión pública, verdades incómodas que muchos políticos, y otras personalidades, preferirían que durmieran el sueño de los injustos.
En estos días en que se celebraron los cien años de Vanguardia, el nombre de Silvia ha debido brillar mucho más. Fue la heredera natural del carácter de su padre, Alejandro Galvis Galvis, y, literalmente, ella escribió allí algunas de las páginas más memorables del centenario periódico. La creación del Departamento Investigativo del diario, con un grupo de jóvenes universitarios de distintas formaciones, fue un gran aporte para la reivindicación del buen periodismo en el oriente colombiano. Junto a Eduardo Durán, Carlos Gómez, Carlos Guillermo “Gaso” Martínez y Pastor Virviescas, hicimos parte de una inolvidable experiencia que nos marcó con tinta indeleble para siempre.
También su paso por El Espectador, como columnista e integrante del Consejo Editorial, dejó una huella que se mantiene imborrable. La Universidad Autónoma de Bucaramanga, UNAB, creó en su nombre y como justo homenaje un importante premio de periodismo de carácter regional.
Hoy es necesario volver a las palabras que escribió Alberto, en el hermoso y conmovedor texto que cierra el libro “Silvia, recuerdos y suspiros”, que editó hace diez años con su hermana Lucía Donadio: “... Silvia habitaba las palabras y las palabras eran su día y su noche (...) la conversación de Silvia era en doble vía, con la receptividad cálida y benevolente hacia los interlocutores presenciales o telefónicos, hacia los amigos de antes y hacia las personas que eran apenas transeúntes en su vida”.
Para todos nosotros la orfandad continúa a los diez años de su prematura partida, cuando fluyen de nuevo tantos recuerdos sobre un ser único e irrepetible.