Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
La firma McKinsey realizó en la década anterior un detallado seguimiento y análisis de los países que obtenían los mejores resultados en las pruebas internacionales PISA. Su principal conclusión es que la calidad de la educación depende principalmente de la calidad de sus docentes. Debido a ello, lo que deben hacer los países interesados en elevar la calidad de la educación, es mejorar los sistemas de selección, formación y evaluación de sus docentes. Siguiendo estas directrices, en Colombia se han venido generalizando las maestrías para los profesores de la educación básica durante las últimas dos décadas.
Lo primero que hay que decir es que la conclusión de McKinsey deja de lado otras variables esenciales de la calidad como el currículo, el liderazgo pedagógico, la educación inicial, el trabajo en equipo y la participación de la comunidad educativa, entre otros. Aun así, la pregunta que intentaremos resolver en esta columna es: ¿por qué a pesar de haber invertido tantos recursos en la formación de los docentes, todavía no logramos impactar la calidad de la educación básica?
En el país el proceso de formación de los docentes vía maestrías está muy generalizado: el 44% de los profesores poseen estudios posgraduales y en Bogotá el porcentaje asciende al 52%. Este avance se explica por los beneficios que dichos estudios generan en el escalafón y los salarios de los docentes y por el apoyo brindado por los gobiernos. Por esta razón, en la capital las administraciones de Gustavo Petro y Enrique Peñalosa subsidiaron a 7.800 docentes para que realizaran estudios de maestría y doctorado durante la última década.
Sin embargo, cuando se evalúa el impacto de dichas inversiones, el resultado no puede ser más desalentador tanto en el país como en Bogotá: la calidad de la educación pública no ha mejorado en los últimos diez años y cada vez son más altas las brechas entre los colegios oficiales y privados. Los resultados alcanzados en PISA en la prueba de lectura en Colombia en 2018, fueron los mismos a los obtenidos en 2009 (412 puntos); mientras que la brecha entre los oficiales urbanos y los privados se elevó a 68 puntos. En Bogotá, las brechas se aumentaron a un ritmo mayor y actualmente son de 84 puntos, lo que equivale, según PISA, a que los estudiantes de grado noveno les tomen tres años de ventaja en la calidad de su lectura a los estudiantes de los colegios oficiales.
Algo muy similar podríamos decir teniendo en cuenta las pruebas SABER 11. En 2016, el 20% de los colegios oficiales de la capital alcanzaban las categorías más altas (A y A+). Sin embargo, en 2019, este porcentaje tan solo lo obtenían el 16% de los colegios oficiales. El aumento de las brechas en los últimos cuatro años en la capital, fue muy preocupante. La pregunta es la misma: ¿Por qué una inversión tan alta en maestrías no ha generado los frutos previstos en la calidad en Bogotá ni en el resto del país?
Cuando se observan los resultados de las pruebas SABER PRO en la última década, se llega a una triste y dramática conclusión: entre todos los egresados del sistema universitario, los egresados de las facultades de educación alcanzan el menor nivel de lectura y razonamiento numérico. Estos resultados se vienen obteniendo desde el año 2012 y, una vez más, volvieron a ser ratificados la semana pasada cuando se conocieron los informes de 2019. Sin comprender esta situación, es imposible entender el fenómeno que estamos analizando. Los docentes egresados de las facultades de educación tienen los más bajos niveles de lectura crítica y mientras esto siga siendo así, será imposible mejorar la calidad de la educación.
Sin duda el problema es complejo porque también los futuros maestros tienen los puntajes más bajos en lectura y razonamiento numérico cuando ingresan a la educación superior. Así mismo, los recursos económicos que se transfieren a las facultades para la formación de docentes, son más bajos que los que reciben las universidades oficiales para la formación de otros profesionales. En cualquier caso, estas son las facultades que forman a los futuros docentes de los colegios oficiales y en las que realizan sus cursos de maestría en el país.
Como puede verse, estamos ante un cuello de botella de la calidad de la educación que ningún gobierno ha querido enfrentar. Quienes lo han intentado, han tomado una ruta equivocada porque no han impulsado previamente los necesarios procesos de transformación pedagógica al interior de las facultades de educación en el país.
Para poder entender el bajo impacto de las maestrías en la calidad de la educación hay otro aspecto esencial que debe ser comprendido: en Colombia hay una completa fractura entre la educación básica y la superior. El puente está “quebrado” y por ello lo que se hace en la educación superior no tiene que ver con lo que se necesita en la educación básica. Los currículos, las competencias que se desarrollan y los profesores de la educación superior, son diferentes a los de la educación básica. Para completar el problema: las maestrías no están articuladas a los PEI de las instituciones educativas y están descontextualizadas de los problemas de la educación básica, que llevan a cabo de manera individual algunos docentes de los colegios.
Si queremos mejorar la calidad de la educación en el país, necesitamos replantear por completo el sistema de formación de los docentes en Colombia y la relación entre la educación básica y la superior. Necesitamos que las maestrías beneficien a los niños y que nos ayuden a disminuir las brechas de calidad. Tres cambios serían indispensables para lograrlo.
Primero. Pasar de maestrías individuales a procesos de formación en grupos conformados por colectivos de docentes de las instituciones educativas involucradas en los procesos transformadores. “Una golondrina no hace verano”. Un maestro solo, tampoco.
Segundo. Necesitamos desarrollar maestrías contextualizadas y articuladas con los problemas de los colegios y de la educación básica. Para ello falta un aspecto que se ha validado con creces a nivel mundial: necesitamos impulsar procesos de formación in situ, tal como se adelantaron en Bogotá en la década pasada bajo el liderazgo de Abel Rodríguez y tal como lo entendió a nivel nacional el programa PTA. En lenguaje coloquial: no hay que llevar a los profesores de los colegios a las universidades, lo que hay que hacer es llevar a los profesores universitarios a los colegios para que acompañen los procesos transformadores en curso. Es sencillo, pero hay que pensar “por fuera de la caja” y eso, hasta el momento, todavía no ha sido posible en el país.
Tercero. En los programas de pregrado y posgrado es indispensable que los futuros docentes consoliden las competencias argumentativas, el razonamiento numérico y la lectura crítica que ellos mismos van a desarrollar en sus estudiantes. El refrán es sabio: “Nadie da, de lo que no tiene”. Nunca vamos a consolidar la lectura crítica de los estudiantes, si estas competencias no se convierten en una tarea esencial en la formación de los docentes. Como evidencian los resultados SABER PRO, sin reformas estructurales a las facultades de educación, seguiremos lejos de lograrlo.
Bogotá ha tomado la ruta correcta y ha decidido impulsar la transformación de su educación. Así quedó plasmado en el Plan de Desarrollo y en esa vía viene trabajando la SED. Para ello hay una condición sine qua non: mejorar la formación de sus docentes. Lo que nos dicen las investigaciones, es que necesitamos más recursos, impulsar las redes de maestros y pasar a procesos de formación grupales, in situ, contextualizados y articulados al PEI de cada uno de los colegios. Ojalá aprendamos de las experiencias anteriores y no sigamos haciendo lo mismo esperando resultados diferentes.
Director del Instituto Alberto Merani (@juliandezubiria).