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Siglos de estudio devoto sobre Las mil y una noches han descifrado los mecanismos de su forma, su aliento oral, la osadía de sus castigos y su lujuria marinera, pero han fracasado en la tentativa de encontrar su secreto más prosaico: el nombre de su autor. Su traductor de referencia al francés, René Khawam, ve marcas de autoría en el tono y en el conjunto, y sin embargo Las mil y una noches preserva su carácter de objeto que ha existido desde el principio de los tiempos, como el mar o las nubes, sin el requisito mundano de declarar su origen.
Se podría sostener, con apenas algún temor, que la literatura parte de la penumbra: no se sabe quién escribió Beowulf, ni quiénes recopilaron las sagas islandesas, ni el nombre de quien ejecutó el Cantar de Mio Cid, ni el nombre del versificador de la Chanson de Roland, ni el nombre del prosista habilidoso del Lazarillo de Tormes. Pese a su grandeza, la Épica de Gilgamesh está huérfana; partes enteras de la Biblia carecen de autoría. De modo que el aparato que ilumina está, en su origen, permeado por una absoluta oscuridad.
Como parte de estos relatos épicos provienen de historias que iban de boca en boca y que sobrevivían, gracias al verso contado, a las afugias de la memoria, quizás era innecesario nombrar a su autor, puesto que nadie puede apropiarse de un relato cuya construcción es, al fin y al cabo, obra de muchos. El anonimato no es, entonces, la inexistencia tajante de un autor, sino su inmisericorde variedad. Nadie es todos.
Podría conjeturarse, tal vez de modo fantasioso, que su autor carecía de una consciencia propia para afincar su firma en el manuscrito. Si ese autor se consideraba apenas un juicioso mensajero, ¿por qué cometería el descaro de firmar? Pero en los cantares y en las épicas hay trazas de estilo, y el estilo es producto de una intensa percepción personal. Al formar una marca que lo diferencia, reniega de su origen colectivo. Mucho antes que el sistema democrático, la literatura ya había otorgado los dones para distinguirse entre la multitud.
Encontrar un nombre es insuficiente para anular el anonimato. Se sabe que Homero escribió dos épicas monumentales, la Iliada y la Odisea, pero la existencia de su nombre sólo ha acentuado su aparente inexistencia; se sabe que la cortesana Sei Shonagon compuso El libro de la almohada, aunque se ignoran los detalles de su vida y su nombre incluso tiene los rasgos de un mero seudónimo. Decenas de teorías discuten aún si Shakespeare vivió o si se trató más bien de un lord desapasionado que prefirió guardarse su verdadera identidad. Al final, en estos casos ocurre como en los anteriores: Hamlet importa más que Shakespeare y nada pierde la Odisea si Homero no era su autor sino un viejo ovejero griego que pasaba cuando escogieron un nombre para la portada.
El anonimato también puede ser deliberado. Las hermanas Brontë, por ejemplo, asumieron seudónimos masculinos —bajo el apellido Bell— al notar que las autoras eran desdeñadas; algo similar perpetró Mary Ann Evans, cuyo nombre de escritura era George Eliot. Jane Austen llevó el mecanismo al extremo: la primera edición de Sentido y sensibilidad apareció firmada por “una dama”. Con tal de componer un libro, incurrían en la treta audaz y desigual de arrinconar su propio nombre.
El aparato editorial y mediático, que alentó la ilusión de que toda obra importa menos que su autor y de que un autor que habla en entrevistas está más vivo que un autor entregado por entero a la escritura, ha hecho que el anonimato se convierta en un arma de defensa. Salinger abandonó toda relación con el mundo y estuvo a punto de golpear a un fotógrafo que se atrevió a retratarlo; Beckett negaba cualquier entrevista y se prohibía dar glosas sobre su obra; Kundera evade a los medios desde hace treinta y cinco años y obligó a su editorial a imponer una sencilla biografía en sus libros en cualquier lengua, compuesta sólo por su lugar de nacimiento, su profesión y la noticia sin detalles de que vive en París; Pynchon se convirtió en un animal mítico: su último retrato público es de los años cuarenta. Parece que han descubierto que, bajo una multitud de bombillas de camerino, los escritores no deambulan hoy en busca de la luz, sino del encandilamiento.