Entre copas y entre mesas

Sobre el sacacorchos

Hugo Sabogal
01 de abril de 2018 - 02:00 a. m.

El sacacorchos nunca dejará de ser un obsequio perfecto. Puede que tengamos varios ejemplares preferidos, pero la llegada de un nuevo miembro —gracias, hermana María Consuelo— nos saca del encasillamiento.

Y no falta quien pregunte en la mesa por las razones de ese extraño afecto. Entonces es cuando nos vemos obligados a sacar a la luz notas recolectadas durante años para salpicar la conversación con interesantes anécdotas.

Para la mayoría de las personas, el sacacorchos es un utensilio casero que no merece más atención que una cuchara de palo, un rebanador de papas o un abrelatas. Para los aficionados y entendidos, el sacacorchos es la llave de entrada a un barril sin fondo fijo.

Por ejemplo, para el sommelier y amigo José Rafael Arango, “es la pieza que da paso a la magia, una especie de ‘ábrete Sésamo’, que muestra las maravillas que hay dentro de la botella”.

La clave de un sacacorchos es el tirabuzón (similar a un gusanillo enroscado), que se creó por allá en los siglos XVII y XVIII, con el propósito de sacar balas atascadas o pólvora quemada en el interior de los mosquetes. Rápidamente su uso se extendió a otros menesteres domésticos, como sacar tapones de corcho, tanto de frascos medicinales como de botellas de vino.

De ahí en adelante, numerosos inventores han patentado cientos de versiones, y este frenesí ha generado, a su vez, un exclusivo y raro club de expertos y buscadores de rarezas, que llegan a pagar hasta US$20.000 por una pieza única.

El español Rafael Vivanco, de Bodegas Dinastía Vivanco, alberga una colección de 5.500 sacacorchos de distintos estilos, tamaños, diseños, formas y épocas. Personas como Vivanco tienen el extraño honor de pertenecer a una asociación mundial de 50 devotos, conocida como International Correspondance of Corkscrew Addicts (ICCC).

Durante décadas, el sacacorchos era una herramienta sencilla y práctica, compuesta por un tirabuzón tradicional y un mango en forma de T. Al cabo del tiempo aparecieron sacacorchos que representan distintas figuras, no pocas de ellas eróticas. El último grito es un adminículo que inyecta gas inerte para expulsar el corcho desde adentro. “Pero ojo”, advierte Arango, “los sacacorchos eléctricos o a gas me producen cierta desconfianza, porque creo que el vino merece un mínimo de ritual; y esto es porque, dentro de la botella, hay un ser vivo”.

Según aconseja Mauricio Bermúdez, profesor de enología de la Universidad Externado de Colombia, no hay que dar más vueltas. “El sacacorchos clásico tiene una palanca que se apoya en el pico de la botella para facilitar la extracción del corcho, e incluye, además, una navaja para cortar la cápsula, un mango de apoyo para garantizar el agarre y un tirabuzón delgado y firme para penetrar el tapón. Eso es todo”.

Las versiones más corrientes de este tipo de sacacorchos, llamado sommelier, se consiguen por debajo de $15.000. Las más costosas, como las múltiples referencias de la marca Laguiole, se venden por más de $100.000. El sacacorchos Brucart, de Pulltex —que se acciona mediante un sistema de cremallera—, se acerca a los $200.000. Y el Code-38, diseñado y fabricado por un ingeniero australiano, vale alrededor de $440.000. El fabricado con titanio vaporizado supera los $800.000.

Pero ¿qué pasa cuando queremos abrir una botella guardada durante años, con la que se corre el riesgo de encontrar un corcho en proceso de pulverización? Aquí recurrimos al Bilame, sacacorchos consistente en dos delgadas laminas laterales de metal, que se introducen entre el corcho y la botella, permitiendo la extracción del tapón sin riesgo de quebrarlo.

Como ven, todas estas historias surgen alrededor de una agradable botella de vino, compartida con hermanos de las sanas emociones.

 

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