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Esa monja maciza y estridente del martes pasado, sí, la del megáfono, que en realidad es una avivata que se disfraza con toca de monja, me ayudó a redondear una tesis íntima sobre Colombia que he tenido en ebullición en la cabeza, pero a la que le faltaba otro hervor antes de arriesgarme a escribirla. ¿Por qué es imposible aquí una cultura ciudadana?
Explico antecedentes: yo fui uno de los que se dejaron seducir hace veintitantos años por las teorías pedagógicas que trajo Mockus cuando decidió meterse a la política luego de mostrarle al país entero ese culo pálido y con exceso de pecas desde un balcón en Manizales.
Me gustaban sus delfines inflables, las cebras disfrazadas, los performances callejeros, las tarjetas con el dedo hacia arriba o hacia abajo. Me encantaba vivir en la Bogotá de hace dos décadas. Pero llegó el siglo XXI y algo terrible ocurrió que no percibimos, porque todo pareció venir en deterioro, incluida la ciudad y su cultura ciudadana, hasta ese día de 2017 cuando un cono humano, de los creados para fomentar la convivencia, se agarró a puñetazos con un motociclista.
¿Por qué no consiguió germinar en estas tierras todo ese cuento divertido y bienintencionado de la cultura ciudadana, con el respeto y el cuidado por el otro, con el sentido común de que las normas existen para facilitar la convivencia, con la idea de que lo público es de todos y es sagrado? Sor Paraca fue para mí, guardadas proporciones, como la manzana para Newton hace más de tres siglos. Bueno, ella y dos sucesos de los últimos 15 días, sin ninguna aparente conexión, pero vinculados de manera oculta y sutil por un mismo sustrato cultural, mental, anímico; ese sello de identidad colombiana que me avergüenza. El primero fue un paro de transporte cuya motivación desconocíamos. Con el paso de las horas supimos que era una huelga de choferes sin licencia pues se las habían retirado por infracciones sucesivas. Después, que algunos adeudaban millones en multas y que tenían un verdadero prontuario como brutos al volante.
El paro pretendía negociar esos pagos y que se cambiara el Código de Tránsito para que no se le suspendiera el pase a nadie al acumular dos comparendos en menos de seis meses. Algo como si los ladrones hicieran una huelga para revocar el Código Penal en varios de sus incisos y parágrafos.
Obviamente hicieron colapsar una parte de la ciudad y todo terminó con destrozos. Esa mañana, circuló en redes un mensaje de uno de los organizadores del paro, Hernando Chávez, en el que decía que todo aquel que no los respaldara sufriría las consecuencias, y que no se hacía responsable por los autos que salieran a la calle. “Es que la ley es para todos”, dijo. La ley, así dijo; la ley que él mismo acababa de promulgar y que tenía carácter mandatorio por su propia decisión.
Lo que vino luego fue aun más alucinante. En las redes muchos lo defendían porque era injusto que les quitaran la licencia y con ella el derecho a trabajar y a llevar el pan a sus hogares. El error estaba en el código; en la Policía; no en la conducta del infractor. Hasta alcancé a debatir con un par, pero luego me silencié ante la confirmación de que hablábamos en dos lógicas incompatibles.
El segundo hecho se verificó esta semana y también hubo marchas, pero ahora para respaldar al expresidente Uribe, interrogado por la Corte en un proceso por fraude procesal y soborno a testigos. Veinte días antes, uno de sus congresistas propuso un proyecto de ley que buscaba someter a referendo los fallos de las cortes. Eso más o menos significa que la jurisprudencia de un país se defina al vaivén de unas elecciones, y no por la decantación progresiva de reflexiones filosóficas y jurídicas, sentencias estudiadas y corregidas, y armonización de las leyes a los cambios históricos y sociales. Era, como pretendían los choferes infractores, derogar los códigos, en este caso por mayoría de votos.
Que la gente marche para defender inclusive a un criminal es parte del juego democrático. No lo es, en cambio, que ante un proceso judicial, el presidente y su Gobierno prejuzguen y declaren la inocencia absoluta del procesado. ¿No es eso presión? ¿No es tan grave como que declaren a alguien culpable de antemano?
Y de nuevo las redes volvieron a ser un escenario feroz con argumentos de este tenor: “¿si todos los demás presidentes han hecho lo mismo que Uribe, por qué a él sí lo van a joder?” Y el Tino Asprilla trinó varias veces, con una prosa insospechadamente castiza, que defender a Uribe era “un acto de responsabilidad social”. Y en la radio oí decir a Carlos Antonio Vélez, en esa tendencia simplista a reducir todo y meterlo en un mismo costal, que “por qué llamaban a indagar a un presidente, mientras a unos guerrilleros los premiaban. Eso es desigualdad”.
Y apareció Sor Paraca con su megáfono clamando por la injusticia de que siempre a Uribe lo quieren perjudicar. Y luego supimos que era una falsa monja, y que en varios barrios de Medellín se quejaban de su racismo y su maltrato.
Y de repente cobré la lucidez de que la cultura ciudadana es una enorme estupidez en un país donde no hay ciudadanos y no los hay porque no hay instituciones que los validen como tales, y no las hay porque ha habido más caudillos que estadistas, y no hay de estos últimos porque nunca ha habido concepto de lo público y si no lo hay lo único que queda es la obligación de resolver la supervivencia individual.
Antes de vender una cultura de civilidad es obligatorio masificar el concepto de legalidad, de legalidad como un valor supremo, que no se debate, no se negocia, no se relativiza, no se somete a votación ni depende de popularidades o sondeos; y que no tiene por qué reñir con el derecho a trabajar, ni a comer, ni a ser feliz.
Entonces, luego de la indagatoria, salió Él y habló por hora y media, y contó cosas que tenían reserva del sumario, y soliviantó a la gente para que se movilice y lo defienda, y presione para que la Corte se llene de pavor. Él, que fue la cabeza del Estado, el primero llamado a ejemplificar sobre todo aquello de la legalidad, el acatamiento a las normas y la subordinación a las leyes; pero no, la ley es Él porque debe regir un estado de opinión y no uno de derecho.
Y ahí sí ya tuve la certeza absoluta de que lo extraño que nos ocurrió comenzando el siglo XXI, por lo cual toda semilla de civilidad cayó en tierra estéril, fue Él. Él y sus ocho años dinamitando las instituciones desde adentro para hacerse imprescindible, y luego esos otros ocho envenenando el debate público, atizando la guerra y enfrentando hermano con hermano, para generar zozobra y violencia, y volver a reinar, y luego este último año en que nos impuso a punta de rumores y terror psicológico a un saltimbanqui en el poder para ratificar que es solo Él quien puede imponer el orden.