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Hay libertades que creemos que van a durar para siempre. Asuntos privados que nos parecen conquistas inviolables y eternas. O ni siquiera conquistas porque fueron espacios de libertad por los que nunca tuvimos que luchar, puertas abiertas que jamás percibimos como puertas y mucho menos pensamos que se podrían volver a cerrar. Y sin embargo, hay aspectos de la vida, en especial de la conducta cotidiana (sexual, alimentaria, de atuendo, de costumbres diarias), que, últimamente, veo puestas una y otra vez en entredicho por los practicantes de nuevas iglesias religiosas o ideológicas.
En los últimos tiempos he tenido (he sufrido) la experiencia de reacciones furibundas a prácticas que consideraba culturalmente aceptadas y normales, meras opciones de vida que no tenían nada de revolucionario o de estrafalario, que en cambio para otras personas resultan aberraciones, pecados, conductas absolutamente condenables que pasan a ser (para esas personas) inadmisibles, prohibidas, repugnantes y en los límites de la legalidad. Pongo tres ejemplos.
Primero: en mi familia se practica, sin ninguna duda y sin ningún mal pensamiento, el nudismo infantil. Para nosotros es normal que los niños, hasta que les dé la gana (hasta que ellos mismos pidan lo contario), puedan moverse por la casa, por el campo, por el río o la playa o la piscina, si la hay, sin preocuparse por cubrir ninguna parte del cuerpo. No se nos pasa siquiera por la mente que en ese nudismo haya la menor incitación al deseo o siquiera al interés sexual. Pues resulta que, para una ayudante doméstica contratada —perteneciente a una iglesia cristiana—, esta es una conducta aberrante, corrupta, que pone en riesgo a esos niños y en general a la moral del entorno. Hasta un punto de protesta y rechazo tan grandes que llevó a una disputa explícita y a la renuncia de la persona implicada.
Segundo: hay también en mi familia una pareja de hombres que están casados y viven abiertamente su relación homosexual. Ni la exhiben como un trofeo ni la esconden como una vergüenza. Es simplemente un tipo de relación menos frecuente que las otras, pero no por esto menos normal. Pues bien, una persona allegada a la familia se negó a asistir a una reunión familiar por estar presente este tipo de pareja. Según esta persona, ella no podía tolerar estar en “la casa del pecado”, por el simple hecho de que ellos dos vivieran abierta y serenamente su condición. Y de nuevo se trataba de una persona afiliada a una iglesia evangélica que, entre otras cosas, reforzó su rechazo a hacer acto de presencia en el hecho de que en esa misma reunión se consumiría alcohol.
Tercer ejemplo: invitamos a una amiga a un almuerzo campestre por estos días de Navidad. Ella llegó oportunamente al mediodía y supo de inmediato que —como era vegetariana— podría disponer de un tipo de menú diseñado para ella. Al principio todo pareció ir bien hasta que la invitada notó que iba prepararse un asado de carne a la parrilla. Al parecer su tolerancia llegaba hasta cierto nivel de consumo de carne animal, pero nunca a los extremos argentinos de una parrillada que incluía chorizo y morcilla de cerdo, varios cortes de carne bovina e incluso algunos huesos claramente visibles. Pues bien, tras un sermón furioso y una serie de recriminaciones de índole animalista y ambiental, siguieron algunos insultos de marca mayor y luego el abandono abrupto del lugar de la reunión.
Como ven, se trata de asuntos que tienen que ver con el atuendo, en los niños, con la desnudez, con la aceptación abierta de cierto tipo de sexualidad no tradicional, y con la práctica de una alimentación, en cambio, bastante antigua y tradicional. Para estas personas, estas prácticas no solamente están mal, sino que deberían prohibirse a todo el mundo. Me temo que cada vez más nos veremos enfrentados a estas luchas religiosas e ideológicas que tratarán de impedir formas de vida que para nosotros forman parte de un espacio de libertad inalienable.