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“Toca hacer algo”

Francisco Gutiérrez Sanín
10 de mayo de 2019 - 05:00 a. m.
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En los últimos días, han aparecido varios escritos defendiendo la erradicación a marchas forzadas de los cultivos de coca. En sus mejores versiones, exponen básicamente dos argumentos. Primero, que el país “no es viable” —o alguna expresión semejante— con 200.000 hectáreas de coca. Segundo, que por lo tanto medidas como la fumigación con glifosato no se llevarían a cabo como respuesta a alguna presión extranjera, sino en interés propio.

La primera proposición es sensata. Es verdad que el colorido adjetivo de “inviable” se podría aplicar más o menos a cualquier cosa (“un país con carreteras como las nuestras…”, “un país con más baladistas que programadores…”), pero en este caso particular no dice mucho. Pero por otra parte también es cierto que el hecho de que una importante economía como la cocalera —que según los estimativos que he leído podría representar entre 2 y 5 % de nuestro producto interno bruto— esté en la ilegalidad constituye un problema social muy serio. La incapacidad de pensar y tratar de solucionar ese problema podría, en efecto, marcar la trayectoria del país por décadas, y posiblemente convertirse en una importante variable catalizadora para diferentes expresiones de violencia.

Pero entonces aquí surge toda una serie de preguntas que vale la pena plantear y tratar de responder en serio. La primera es cómo se define con un mínimo de precisión el problema, y cuál es la mejor vía para solucionarlo. Si, por ejemplo, dijéramos que el país llegó a la fabulosa cifra de 200.000 hectáreas sembradas de té nadie pegaría el grito en el cielo. Este sencillo ejemplo ilustra una cuestión igualmente sencilla pero muy importante de recordar una y otra vez: el problema no es el cultivo, ni la mata (que no mata), sino su ilegalidad. El arbusto no siempre fue ilegal. Podría dejar de serlo. De hecho, en varios países —incluidos prominentemente Colombia y Estados Unidos— la marihuana ya fue parcial o totalmente legalizada, y esto no acabó con la sociedad. Por el contrario, dio origen a una próspera y dinámica industria legal, que no está asociada ni a la violencia ni a la criminalidad. Naturalmente, cada caso es específico y lo de la coca podría ser más o menos complejo. El punto es que el objetivo debería ser incorporar al conjunto de la sociedad a la legalidad, y dotar a las regiones donde hay presencia de cultivos ilícitos de bienes públicos y de regulación estatal seria, estable y razonable. Algunos países, también en América Latina, han desarrollado políticas de regulación de este tipo, con resultados muy buenos (no perfectos, pero los resultados perfectos no existen en el mundo de las políticas públicas).

El actual Gobierno colombiano, que dice abrazar los principios de la “cultura de la legalidad”, ha optado sin embargo por promover otro procedimiento: el de la presencia estatal por la vía de la aspersión aérea. Es difícil imaginarse lo brutalmente destructiva que es esta práctica: para la vida humana, para la vida animal, para el medio ambiente. Y se tomó este camino mientras se buscaba desmontar lo establecido por el Acuerdo de Paz, que proponía una alternativa sensata y de largo plazo. Los sujetos de esa política —cultivadores y otros agentes— cumplieron en proporciones altísimas los compromisos adquiridos en el curso de ella. ¿Por qué abandonar el camino?

¿De pronto por “voluntad propia”? ¿Pero de quién en particular? ¿Y para qué? El vecino de columna, Santiago Montenegro, sugiere que para defender las “instituciones republicanas”. No entendí muy bien su razonamiento. Me pregunto si hay algo más destructivo para la democracia y la confianza en las instituciones que esta práctica de chorrear veneno sobre las cabezas de cientos de miles de ciudadanos, mientras se van ignorando olímpicamente los pactos —de hecho, los contratos— firmados con ellos.

Sí: toca hacer algo. Algo que incorpore socialmente, que construya sociedad y Estado.

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