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Con el nombramiento de Margarita Cabello en la Procuraduría General de la Nación, el uribismo atenaza todos los poderes a sus conveniencias y directrices. Pueden decir y hacer lo que el poder extenso y desbordado les permita sin control alguno ni sanciones. Les quedaba entonces por lograr el dominio de ese cargo que ocupaba el ambivalente y dicotómico Fernando Carrillo, un antiguo vestigio de las decisiones de Juan Manuel Santos que detestaban y querían barrer desesperadamente de sus territorios, aunque haya sido él, curiosamente, quien sugirió como último acto que el caso por soborno y fraude procesal del caudillo en llamas debía pasar a los dominios de la Fiscalía General, un favor que debieron interpretar como un resarcimiento por los daños recibidos.
Cabello ocupará ahora el atril de quien procura el control disciplinario de los funcionarios públicos y sanciona los excesos del poder, una ironía cruel después de haber omitido los protocolos necesarios para la extradición de Salvatore Mancuso desde el Ministerio de Justicia, otro cargo incendiado y ajustado a los intereses de los próximos tiempos. Con el nuevo matiz y la precisión de las fichas en las oficinas que podrían generarles problemas, el Gobierno se prepara, libre y sin sombras, para defenderse a su manera de los fantasmas que le siguen perturbando la imagen y los porcentajes del orgullo. Renacen con la esperanza de ver en el despacho de Francisco Barbosa la investigación de su mentor universal, el hombre de la guerra total que no puede nombrarse ni cuestionarse jamás aunque las evidencias señalen lo contrario. Con el Poder Judicial a sus pies, el Legislativo rendido a las órdenes del lobby y el Ejecutivo respaldado por el Consejo Nacional Electoral y por la Comisión de Acusaciones, tienen el panorama libre en los próximos dos años restantes del poder para impedir que un advenedizo independiente, su mayor temor, los expulse de la comarca que han dirigido desde el principio del siglo sin mayores deslices, salvo una traición que pudieron sofocar después de unos años de rencores y arrepentimientos. La figura de una izquierda visible la seguirán añorando para injuriar con las tácticas del miedo que les quedan, entre los nombres que ahora hacen llamar “nueva generación Farc”, sin que ellos mismos sepan la lógica y la coherencia del término.
Allí estarán los hijos del caudillo martirizado, los alfiles de Fedegán y los libretos del Centro Nacional de Memoria Histórica para ajustar las narrativas que se necesitan. Esperarán que los tiempos previos de la turbulencia en las candidaturas les den la pauta de la propaganda para afianzar las estrategias de comunicación que el esperpéntico Hassan Nassar usará ante los requerimientos. Por ahora tienen todos los poderes en su dominio, la tranquilidad en pausa de la fuga del jefe paramilitar que los sigue señalando desde el exterior y un tiempo prudencial para afinar errores. Para mayores efectos pretenden agilizar el proyecto que permitiría el voto militar: una hecatombe que definiría oficialmente la dictadura que Uribe Vélez necesita para seguir respirando entre los escombros que le siguen desprestigiando el aura y la divinidad de su nombre.