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Por Felipe Vargas Rodríguez
Hace unos cuantos días —28 de junio— se celebró en casi todo el mundo el día del orgullo de las comunidades LGBTI. Con ocasión de dicha celebración recordé que hace un par de meses vi en la red social Twitter una foto publicada por un reconocido miembro y defensor de los derechos de la comunidad LGBTI, que mostraba un cartel que decía “siempre tolerante, nunca intolerante”. Respondí aquel tuit señalando lo siguiente: “No creo que el asunto sea de tolerancia. En cierto sentido la tolerancia significa algo así como: ‘Aguanto a regañadientes la diferencia’. Creo que el asunto es más de reconocimiento y empatía”.
Goethe, el gran poeta alemán, escribió alguna vez que “la tolerancia no debería ser realmente más que un estado de espíritu pasajero, debiendo conducir al reconocimiento. Tolerar significa ofender”. En realidad concuerdo con Goethe: la tolerancia en muchas ocasiones es la expresión del menosprecio y la dominación de una mayoría sobre una minoría. Al respecto, Rainer Forst —profesor de la Universidad de Frankfurt— nos recuerda que la tolerancia puede leerse como aquel permiso que una autoridad otorga a un grupo minoritario para que viva según sus convicciones, pero siempre bajo la condición de que reconozca la superioridad de la autoridad. Dicho permiso se extiende, además, para que los miembros de las minorías adelanten expresiones de su identidad dentro de los “debidos límites” y, obviamente, que estas personas no pretendan tener el mismo estatus público y político que el de los miembros de la mayoría.
Esta estrategia, la de la tolerancia, fue la que se impuso en Europa en el siglo XVI para resolver las guerras de religión que enfrentaban a católicos y protestantes. Sin embargo, si bien contribuyó a cesar los enfrentamientos y el derramamiento de sangre, no tenía como propósito reconocer como iguales y prodigar respeto a las minorías, sino evitar la oposición política y estabilizar el ejercicio del poder.
Por esto, creo que el trato que todos debemos dar a los miembros de minorías y, en este caso, a los miembros de la comunidad LGBTI, no es el de la simple tolerancia. Más bien debe enmarcarse en el reconocimiento adecuado a la forma en que autónomamente han decidido construir su identidad. El reconocimiento, como de manera acertada lo ha mostrado Axel Honneth, es aquella forma de acción social por medio de la cual construimos nuestro yo, nuestra identidad, nuestra subjetividad diferenciada y, a través de la cual, se puede garantizar el obrar libre y autónomo de cada uno de los miembros de la sociedad.
Reconocer al otro implica entender que la autorrealización de cada uno de los miembros de la sociedad, como promesa normativa de la era moderna, no se puede alcanzar sin el respeto a la libertad y autonomía de todos. En esa medida, no se puede pretender actuar de manera autónoma y libre si al mismo tiempo no se toma como garantía de ello la propia libertad y autonomía de los demás.
Así pues, no debemos tolerar las manifestaciones identitarias o culturales de los miembros de la comunidad LGBTI, lo que procede es que las reconozcamos.