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Patricia Vélez amó los libros o, mejor aún, amó lo que los libros podían hacer por las personas. Siempre andaba diagnosticando autores que cabían perfectamente en el alma de quienes la rodeaban; de repente sonreía y lanzaba su veredicto: “Lea a Murakami”, me dijo un día que me vio distraído por los alrededores de la biblioteca.
La conocí cuando ella dirigía la biblioteca del Colegio Los Nogales en Bogotá. Ese era su reino: sabía dónde estaba cada libro y en su oficina había pequeñas torres con las novedades que pronto llenarían los estantes. De vez en cuando, se saltaba sus propias reglas y prestaba algunos volúmenes que aún no habían ingresado al catálogo: más que un acto de confianza, era un gesto de complicidad.
Quizá por eso soñaba con fundar nuevas bibliotecas en caminos veredales y barrios populares, pues creía que éstas no eran espacios para acumular conocimiento, sino lugares en los que se profundizaba la democracia. Para Patricia, las bibliotecas eran el corazón de una comunidad: allí podía caber el mundo, al tiempo que servían para que las personas se pensaran como sujetos políticos. Para ella, la lectura era un derecho y no un privilegio.
Así lo hizo con la Biblioteca de la vereda San Gabriel, en Sopó y con la que hace poco abrió la Universidad Externado en el Barrio Egipto. Solía acompañar durante años estos proyectos: se las ingeniaba para sumar voluntades, gestionar recursos y sacar adelante sus iniciativas. Luego, ella misma se encargaba de formar a las bibliotecarias y de generar puentes con la comunidad. “Una biblioteca no son estanterías con libros”, decía, y luego explicaba por qué el capital más valioso de éstas eran las personas: las que la atendían y quienes la visitaban.
Trabajó con jóvenes excombatientes y con reclusos en las cárceles, buscaba cuentos que sirvieran como excusa para el diálogo y durante horas conversaba con ellos sobre la vida, sus expectativas y sus miedos. Se trataba de una metodología que unía a través de las palabras; como un archipiélago de empatías, en el que Patricia era el agua.
Cuando sonaba el timbre, algunos colegas acudían a las bancas que daban atrás de su oficina. Era un ritual que hacía de ella y de la biblioteca el centro de la vida de muchas personas. Los que la quisieron nunca dejaron de decirle ‘niña Paty’ y siempre acompañaron sus quijotescas acciones; cada quien ponía lo que podía, pero, sobre todo, estaban a su lado para ser testigos de la forma en que las ilusiones se convertían en certezas.
Una vez le preguntaron cuál era su mayor virtud como profesora: “saber improvisar”, respondió. Por esos días coordinaba, además de la biblioteca del colegio, el departamento de Sociales y nos invitaba a saber manejar situaciones complejas. Ahora que pienso en su partida y en el vacío que dejará en la vida de tantos que la quisimos, siento que muchos tendremos que aprender de esa virtud que ella tenía como profesora y comenzar a improvisar la vida sin ella.
Coda. Esta columna me ha enseñado a mirar la vida y los asuntos públicos durante cinco años. Ha sido un ejercicio de aprendizaje permanente en la escritura y el pensamiento. Agradezco a Fidel Cano y a El Espectador por este espacio que he tenido cada jueves y que dejo en pausa para atender la tarea como secretario de Educación en mi natal Cúcuta.