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Parece que a Iván Duque no le basta ser presidente, que es un cargo poderoso, ni tampoco ser un duque, que es un prestigioso título de nobleza; parece que quisiera ser una especie de monarca absoluto, como Luis XIV, que pudiera decir “el Estado soy yo”, por cuanto está copando las funciones y los poderes del Estado. Con una diferencia no menor: que Luis XIV supo siempre rodearse de excelentes ministros: algo va de su legendario ministro de finanzas Colbert a… Carrasquilla.
Esa impresión de un absolutismo creciente surge de la evolución combinada de tres factores, que han permitido a Duque una extrema concentración de poderes.
Primero, la erosión de la autonomía de otros poderes del Estado, pues el Gobierno ha logrado que sus cabezas sean muy cercanas a él. El caso más dramático es el del fiscal general, Francisco Barbosa, quien es tan cercano a Duque que como consejero presidencial de Derechos Humanos no se preciaba tanto de defender los derechos humanos, sino de ser el escudero del presidente. Pero también son muy cercanos al Gobierno el nuevo defensor del Pueblo, Carlos Camargo, compañero universitario de Duque, y la procuradora electa, Margarita Cabello, quien era su ministra de Justicia hasta días antes de saltar a la Procuraduría, después de haber saltado de la Corte Suprema al Gobierno... Y todo indica que el contralor, Carlos Córdoba, también es muy cercano a Duque y al fiscal general.
Segundo, un esfuerzo por consolidar mayorías legislativas estables en el Congreso recurriendo, entre otras, a la mermelada que tanto criticó en el gobierno Santos. Esta tentativa aún no está consolidada, pues a veces los congresistas opositores o independientes logran frenar iniciativas gubernamentales, pero es una estrategia que marcha firme.
Tercero, debido a los riesgos y temores ocasionados por la pandemia, Duque ha usado los poderes de excepción más intensamente que cualquier otro presidente durante la Constitución de 1991. En pocos meses, Duque expidió 115 decretos legislativos, o sea con fuerza de ley, que equivalen aproximadamente a un tercio de todos los 386 decretos legislativos expedidos durante los 20 años de la Constitución de 1991. Nadie ha legislado tanto por decreto como lo ha hecho este Gobierno.
Esta concentración de poderes y funciones en el Gobierno es muy peligrosa. El Estado de derecho colapsa sin controles horizontales entre los órganos del Estado, que son necesarios para evitar la arbitrariedad, proteger los derechos humanos y garantizar la sumisión de todos, en especial del gobernante, a la ley. La experiencia histórica ha mostrado, además, que sin Estado de derecho ningún régimen democrático verdadero ha persistido. La concentración del poder permite al gobernante ahogar las libertades, manipular la opinión pública y perpetuarse en el poder. Inicialmente, es sobre todo la oposición la que sufre; al final, el despotismo anula el propio principio democrático.
En este contexto, los ataques del presidente Duque y del Centro Democrático a la Rama Judicial, en especial a las altas cortes, con ocasión de la detención domiciliaria del expresidente Uribe ordenada por la Corte Suprema, que son inaceptables en cualquier momento, se tornan particularmente peligrosos hoy.
El Poder Judicial parece ser en este momento, con todos sus problemas e ineficiencias, la única institución que conserva una independencia real y significativa frente al Gobierno. La defensa de la independencia judicial, sin dejar de criticar las inequidades e ineficiencias de la Rama Judicial, es por eso hoy la defensa del Estado de derecho y de la democracia en Colombia. Es algo que como ciudadanos no podemos olvidar.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.