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Escribí esta columna poco antes de salir a la movilización en rechazo de la violencia contra los líderes sociales, a la que fui con la convicción de que sería no solo multitudinaria, sino también pacífica, pluralista y diversa, y congregararía a los principales actores políticos y sociales en defensa de la vida.
Espero no haberme equivocado, pues creo que una movilización de ese tipo podría representar un parteaguas frente a la violencia política, pues muchos entendimos que era también contra los asesinatos de los reintegrados de las Farc, que ya superan los 130, y contra las muertes de soldados y policías por la acción de los grupos armados que persisten. Esa marcha podría convertirse en un grito colectivo de indignación y al mismo tiempo de esperanza. Indignación por esos crímenes y rechazo inequívoco a sus autores, sean quienes sean: el Eln, las disidencias, los herederos del paramilitarismo, las bandas criminales o los agentes estatales. Y de esperanza de que demos un paso decisivo para lograr, dentro de nuestras obvias diferencias, un pacto político y social para sacar la violencia y las armas de la política. Nadie más puede morir en Colombia por sus convicciones políticas.
Hace dos años, algunos de nosotros propusimos un pacto semejante, que finalmente fue firmado en julio de 2018 por el presidente saliente Santos, el presidente entrante Duque, los presidentes de las cámaras y de las cortes, y los directores de los organismos de control y de los principales partidos políticos, aunque con algunas ruidosas excepciones. Pero, por importante que haya sido, ese pacto político no ha tenido mucho impacto, pues los asesinatos han seguido.
El Acuerdo de Paz con las Farc prevé algo muy parecido. El punto 3.4.3 consagra la suscripción de un pacto político nacional en donde los colombianos nos comprometamos a que nunca más se utilicen las armas en la política. Pero ese pacto no se ha logrado.
La movilización y este grito colectivo del 26 de julio, a la que se sumó incluso el Gobierno, pueden revivir la idea de materializar un pacto político por el cual las principales fuerzas políticas y sociales se comprometan a rechazar la violencia en la política, venga de donde venga.
Un pacto de esa naturaleza puede parecer inocuo, pero no lo es, pues privaría a esas violencias de cualquier asomo de legitimidad. Esto no solo podría inhibir a ciertos actores locales de persistir en esa violencia, sino que fortalecería la capacidad del Gobierno de prevenir esos crímenes, y la de la Fiscalía de investigarlos para que sus responsables sean sancionados, al mostrar que la sociedad y las fuerzas políticas apoyan los esfuerzos estatales (aún muy insuficientes) contra esos crímenes.
Obviamente un pacto de esa naturaleza implica responsabilidades diferenciadas. No es igual nuestra responsabilidad como ciudadanos frente a esos crímenes que aquella del Estado y en especial del Gobierno, quienes tienen la obligación constitucional de otorgar garantías al libre ejercicio de la política, lo cual implica prevenir esos crímenes e investigar y sancionar a sus responsables. Esas responsabilidades diferenciadas deberían quedar claramente definidas en ese eventual pacto. Por eso es muy bueno que el Gobierno se haya montado a la marcha siempre y cuando no sea para eludir sus responsabilidades cruciales en este campo, sino para asumirlas plenamente, para lo cual podría comenzar por impulsar que todos los partidos, incluyendo aquel que lo candidatizó, suscriban ese pacto para expulsar la violencia de la política colombiana.
* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.