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Etiopía y Eritrea han demostrado que la reconciliación es posible, y mucho más conveniente que la confrontación, entre naciones vecinas. El encuentro fraternal, e inverosímil, entre sus gobernantes, desactiva uno de los conflictos latentes más preocupantes del África. Ahora, no obstante, se pone en evidencia con mayor claridad el camino que a ambas les queda por recorrer, no solamente para sacar frutos de una nueva era de cooperación, sino para consolidar, cada una, un sistema político adecuado a los retos del siglo XXI.
El encuentro sorpresivo del presidente de Eritrea, Isaías Afwerki, con el primer ministro etíope, Abiy Ahmed, y la firma de una declaración conjunta de paz y amistad, que implica el restablecimiento de relaciones diplomáticas y nuevos canales de cooperación económica, ha puesto fin, en los papeles, a uno de los conflictos africanos cuya solución hacía abrigar menos esperanzas.
Unidas por la geografía y familiarizadas por la cultura, Etiopía y Eritrea han vivido separadas por la política, sin perjuicio de episodios de unificación forzada. La primera con la mirada puesta sobre el mar Rojo, y la segunda encaramada en las montañas de Abisinia, se mantuvieron separadas del mundo árabe y del resto del Africa. No pudieron, en cambio, escapar de los típicos fenómenos que han afectado al mundo africano en el último siglo: ocupación europea, descolonización, conflicto fronterizo e intentos fallidos de obtener una organización política que conduzca al desarrollo y a una adecuada integración al resto del mundo.
Eritrea ha llevado en todo esto la peor parte. Pasó de manos de los otomanos a las de los egipcios, luego de los italianos, los británicos y finalmente los mismos etíopes, de cuyo control y anexión logró separarse a partir de un plebiscito celebrado en 1993. Etiopía, una de las naciones más antiguas del mundo, alcanzó a ser objeto temporal de la conquista italiana, pero jamás había sido, ni llegó a ser, colonia de verdad de potencias europeas, tal vez por tradición milenaria de Estado y a su carácter cristiano, hoy desfigurado, pero que en su momento ahuyentó los argumentos típicos de la rapiña europea por el continente africano.
La separación amistosa de los dos países en el año 93, epílogo de un proceso de resistencia y lucha armada de tres décadas, dejó pendiente la definición de algunos segmentos de la frontera terrestre. Precisamente la falta de precisión en las coordenadas limítrofes dio lugar a escaramuzas que degeneraron en una guerra frontal, entre pobres, que a finales del siglo XX no solo causó cerca de 80.000 muertos, sino que dejó problemas de ocupación territorial por resolver. Con lo cual quedó viva una pugnacidad que permitía presagiar nuevos conflictos.
El Acuerdo que puso fin a la guerra, firmado en Argel en el año 2000, decidió la creación de una Comisión de Frontera, encargada de investigar los incidentes que dieron lugar al conflicto, y de señalar la línea divisoria terrestre entre los dos países. La decisión de la Comisión, tres años más tarde, fue rechazada por Etiopía, y las cosas volvieron al estado de confrontación e indefiniciones que los líderes de ambas partes vinieron a dar por terminado con su encuentro.
El promotor de la iniciativa de desbloquear la situación fue el primer ministro etíope, Abiy Ahmed, que incursionó en la política después de haber sido oficial de inteligencia e incluyó, dentro de sus propósitos de reformas radicales a la situación política de su país, el arreglo de los problemas fronterizos con Eritrea. Ejemplo, en ese sentido, de gobernante pragmático y visionario, que en lugar de quedarse en las consideraciones del pasado y del momento, ha podido mirar hacia el futuro.
El punto clave de la audaz jugada política de Ahmed ha sido el de reconocer, ahora sí, la decisión de la Comisión de Frontera, avalada por la Corte Permanente de Arbitraje de La Haya. En consecuencia, se despeja el escenario para que sea posible la cooperación económica entre los dos países. Esto implica el flujo de comunicaciones terrestres a través de la frontera y en particular el acceso etíope a los puertos eritreos de Assab y Massawa, sobre el mar Rojo. Botín político de fin de conflicto que bien vale la pena para un país que ha tenido que padecer las dificultades propias de sobrevivir sin salida al mar.
Ese liderazgo claro, efectivo, con visión de futuro, con buen sentido de la urgencia y la importancia de los problemas por resolver, tiene sin embargo todavía muchos obstáculos por superar. La demarcación precisa de la frontera traerá dificultades con las comunidades locales de regiones que no quisieran terminar divididas. También vendrá el arreglo de cuentas por las expulsiones masivas de personas de uno y otro lado de la frontera y de las consecuencias de todo tipo que esos hechos pudieron traer.
Afortunadamente, la reacción popular al encuentro de los gobernantes ha sido favorable. Salvo aquellos a quienes pueda importar, por una u otra razón, el paso de la línea fronteriza por determinado lugar, los ciudadanos de ambas partes perciben y desean la llegada de una era en la que la integración económica binacional conduzca a nuevas oportunidades de bienestar. A esta ilusión popular se debe sumar el hecho de que el arreglo desactiva muchos de los argumentos que han servido para la consolidación de políticas sociales limitantes y represivas, justificadas en las necesidades de la defensa nacional ante la amenaza de una guerra como la de hace 20 años.
Si los protagonistas del re encuentro son capaces de ser consecuentes con el espíritu de su nuevo entendimiento, y sobre todo si logran contrarrestar con aciertos económicos y sociales los efectos drásticos que puede traer en algunos lugares clave la delimitación fronteriza, podrán cerrar de verdad una época que solo ha contribuido al avance de la pobreza y el envilecimiento de las libertades. Fenómeno particularmente ostensible en Eritrea, que se ha convertido en exportadora de personas atrapadas bajo un esquema de control estatal que obliga a muchos a buscar un destino distinto fuera del país.
El ejemplo que han dado Eritrea y Etiopía al volver a figurar en el escenario con un gesto de reconciliación, sirve además para demostrar que la distensión tiene cabida entre países para los cuales es mucho más útil la cooperación que la confrontación. Apuesta que adquiere dimensiones mayores en cuanto se produce en una región del mundo que ocupa una de las orillas del estrecho mar que le separa de los yacimientos de petróleo del Medio Oriente, y por el cual pasan rutas marítimas de importancia mundial.
Su propósito de paz y cooperación es una muestra de las posibilidades de obrar de manera que las decisiones políticas no se conviertan en problemas adicionales, sino en instrumentos capaces de contrarrestar los efectos de la guerra, la pobreza, la sequía, el desconocimiento y la descalificación mutuos, que son nutrientes del infortunio general.