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Si un Poncio Pilatos local pudiera preguntarle a la turbamulta a quién hay que crucificar, si a Barrabás Popeye o a Juan Manuel Santos, sin duda la plebe uribista escogería a Santos. ¡Crucifíquenlo, crucifíquenlo! En este año electoral, con el sol no a la espalda sino poniéndose en el horizonte, ya ni los viejos aliados políticos del Gobierno lo defienden. Los menos indignos se callan; los peores lo atacan, tratando de encaramarse al carro ganador. El poder moribundo ya no les puede hacer favores; ahora hay que lamberle al poderoso que viene.
Todas las ratas abandonaron el barco, que llega a puerto con las velas rotas, el mástil partido, sin agua ni provisiones y con la quilla rajada después de ocho años de navegación. Los últimos marineros sobrevivientes, enfermos de cáncer o escorbuto, sudorosos y en harapos, deben soportar los insultos de las falanges que estrenan camisa negra y, organizadas en filas de furibundos, escupen a quienes llegan exhaustos de navegar, al tiempo que los frescos no ven la hora de zarpar en su nuevo acorazado de iras y venganzas.
Santos se va con peor aprobación que el elefante que paralizó a Samper, con un índice de rechazo peor que el de Andrés Pastrana, un presidente que después del Caguán dejó el país con unas Farc más fortalecidas que nunca y ejerciendo su dominio en amplios territorios de Colombia. Si no diera rabia, daría risa oír a Pastrana graznar en Madrid que la paz de Santos deja un país ensangrentado. Lo que él dejó fue un país con miles de secuestrados, con unas Fuerzas Armadas acorraladas, con un reguero de muertos en soldados, civiles y guerrilleros; lo que deja Santos es un país con el índice de homicidios más bajo de los últimos 40 años, con niveles de pobreza, empleo, inversión y salud muchísimo mejores de los que recibió, pero la propaganda negra de sus enemigos lo quiere hacer ver como el peor mandatario de la historia.
Ya no pueden decir la patraña de que Santos le entregó el país al castrochavismo; ya no repiten que las Farc, con los miles de millones de dólares de sus caletas, comprarían las elecciones y tendrían la mitad del Congreso. Que con sus fusiles sin entregar intimidarían a los electores o los matarían si no votaban por ellos. Repugnan tantas mentiras, pero el presidente Santos las ha soportado en silencio, con la estoica dignidad de quienes saben que alguna vez la historia y las cifras les darán la razón. Mientras llega la historia, miremos algunas cifras. La aritmética no miente:
1. Tasa de homicidios al final del gobierno Uribe: 34 por cada 100.000 habitantes. Tasa al final del gobierno Santos: 24. Esto significa que matan a unas 3.300 personas menos cada año.
2. Tasa de desempleo al final del gobierno Uribe: 11,7 %. Al final de Santos: 9,2 %. Porcentaje de empleo informal al final de Uribe: 57,9 %. Informalidad en el último año de Santos: 49,5 %.
3. Desplazados en el último año de Uribe: 231.000. Al final de Santos: 55.000. Visitantes extranjeros (turismo) en el último año de Uribe: 2’300.000. Último año de Santos: 6’535.000. Coeficiente Gini, Uribe: 0,56. Santos: 0,51 (cuanto más bajo mejor). Pobreza multidimensional al final de Uribe: 30,4 %. Al final de Santos: 17,8 %.
4. Autopistas y carreteras: hay tantos proyectos gigantescos en marcha que ojalá el próximo gobierno no saque pecho por la culminación de lo que no empezó.
Dirán que escribo esto porque estoy diabético de recibir mermelada. Ni en este ni en ningún otro gobierno he sido empleado público y espero morirme sin serlo jamás en este país ingrato con quienes más le sirven. Pueden buscar tranquilos mermelada, prebendas o contratos que no existen. Pueden también leer los artículos que he escrito en contra de este gobierno cuando se ha equivocado, pues también ha habido mucho que criticar. Lo que pasa es que indigna que no se despida con agradecimiento y respeto a quien tanto ha hecho por sacar a Colombia de la violencia, la pobreza y la desigualdad.