Un siglo desde la pandemia más terrible

Ignacio Mantilla
24 de febrero de 2018 - 02:00 a. m.

La Primera Guerra Mundial, también conocida como la Gran Guerra, ocasionó uno de los mayores derramamientos de sangre en la historia de la humanidad. Y cuando felizmente llegaba a su fin en 1918, después de cobrar la vida de más de 30 millones de personas desde su inicio en 1914, hubo un inesperado motivo adicional para la desesperanza y una angustiosa crisis que agravó la situación internacional: surgió un brote virulento que acabó con la vida de más personas que la guerra misma, una enfermedad que se conoció comúnmente como gripe española, cuyo daño se intentó ocultar para contener el pánico general.

Esta ha sido la pandemia más devastadora que ha azotado a la humanidad. Se cree que el “paciente cero” se registró en Fort Riley (Kansas), el 4 de marzo de 1918, hace un siglo. La gripe española se presentó en todos los continentes y se calcula que acabó con la vida de unos 50 millones de personas en tan sólo un año. Hay también quienes afirman que fue precisamente el inmenso temor por el contagio en los cuarteles el mejor mensajero para firmar la paz y lograr el fin de la guerra.

Aunque la gripe española no nació en España, la enfermedad fue denominada así ya que fue el país que más reportó casos de este virus. Se estima que en mayo de 1918 había ocho millones de españoles infectados. Los otros países involucrados en la guerra temían desmoralizar a las tropas en sus bases y trincheras, así como transmitir a la población un temor adicional por lo que estaba sucediendo con la salud pública, por lo cual ocultaban la información sobre su alarmante velocidad de propagación y crecimiento de víctimas mortales. Fue así como, ante los ojos del mundo, España fue presentada como el único país afectado.

Esta enfermedad fue tan devastadora que superó el terrible alcance de la peste negra o peste bubónica de mediados del siglo XIV, ya que, a diferencia de ésta, se propagó por todo el planeta y no sólo por Europa, pero además lo hizo en un tiempo muy corto, como si se hubiese tratado de un arma biológica incontenible, ideada para poner fin a la Gran Guerra.

He leído esta semana en el diario La Razón de España un artículo que destaca una consecuencia adicional, como anécdota, originada en la gripe española y que hace referencia a las jugosas pólizas que los seguros de vida tuvieron que pagar a algunos herederos de víctimas de la pandemia. Se asegura que hubo beneficiarios que se llevaron hasta US$100 millones en indemnizaciones. “Como caso significativo el de ‘la muerte a causa de la gripe de un inmigrante alemán en EE. UU. Su viuda y su hijo recibieron una suma de dinero que invirtieron en inmuebles y hoy la fortuna de su nieto supuestamente asciende a miles de millones de dólares’. El nombre de este último es un habitual de las conversaciones de hoy: Donald Trump”. Pero, como lo señala la misma publicación, no a todos los sobrevivientes les fue bien. Muchos acabaron como inválidos permanentes en albergues y condiciones paupérrimas.

Han sido numerosas las epidemias que han sacudido a la humanidad. La primera de la que se tienen registros es la peste de Atenas, ocurrida en el año 430 a.C., que acabó con un tercio de la población de Grecia. Tan famosa como la peste negra antes mencionada, fue también la gran plaga de Londres, por la que murieron unos 100.000 habitantes de la ciudad entre 1665 y 1666, causando un significativo desplome demográfico y unas alteraciones sociales incontrolables.

En tiempos más recientes han aparecido numerosas epidemias de las que hemos sido víctimas o hemos oído hablar: influenza, sarampión, viruela, tifo, sífilis, cólera, ébola, sida, chikunguña, dengue, zika, fiebre amarilla, malaria, tuberculosis, gripe H1N1, entre otras, y que generaron temores permanentemente, pero también estimularon el estudio científico de la epidemiología y la investigación médica en general, así como la creación de nuevas vacunas.

Pocos años después de la extinción de la gripe española, más concretamente en 1927, los investigadores escoceses W. O. Kermack y A. G. McKendrick presentaron el primer estudio que plantea un modelo matemático (determinista) para estudiar la propagación de una epidemia. Desde entonces esta área de las matemáticas aplicadas se ha enriquecido con aportes de importantes científicos que han demostrado la importancia de los estudios matemáticos para contribuir a la salud pública en la predicción del alcance de los brotes epidémicos, un campo fascinante desde el punto de vista matemático. Espero poder compartirles en próximos artículos algunos de los resultados que personalmente he logrado en estos temas de la biomatemática.

Los sucesos que tuvieron lugar hace 100 años no deben pasar desapercibidos. Esta es una oportunidad para resaltar las grandes enseñanzas que nos dejó esta terrible epidemia, recordar que no podemos perder de vista la vulnerabilidad a la que estamos expuestos y revivir la obligación de despojarnos de la arrogancia que imprime la falsa seguridad de estar protegidos; una ocasión para renovar el respeto y el temor a las enfermedades epidémicas y para obtener, como consecuencia de tantas alertas, mayor inversión en el desarrollo científico. También es una buena ocasión para concientizarnos de la importancia del apoyo a la investigación para asumir el reto de hacerles frente a esas enfermedades epidémicas que pueden regresar y a esas otras que aún no conocemos y que podrán devastar a las generaciones futuras.

* Rector, Universidad Nacional de Colombia.

@MantillaIgnacio

 

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