El 28 de agosto, víspera del video de Márquez y Santrich, el diario El Colombiano publicó como tema del día el informe “El silencio de los fusiles duró poco”. Su autor, Ricardo Monsalve Gaviria, muestra cómo, en la reciente historia de Colombia, hubo una vez tres años en que la gente de los campos pudo dormir sin temor de pasar a la eternidad.
Esos tres años fueron el corto lapso del silencio de los fusiles. El grato sueño comenzó a mediados de 2015 cuando las Farc iniciaron el desescalamiento de sus ataques, en medio de las negociaciones de paz. En los siguientes 12 meses las acciones de este grupo cayeron en 98%, según el Centro de Recursos para el Análisis del Conflicto (Cerac). Los contrincantes muertos o heridos y las víctimas civiles disminuyeron a niveles mínimos en 52 años.
Esta tendencia hacia abajo, en que participaron Epl, Clan del Golfo, disidencias de las Farc, continuó en 2016, 2017 y 2018. Solo el Eln mostró los dientes. Las discusiones y sobresaltos de La Habana y el plebiscito hicieron trastabillar al país, pero las balas callaron. ¡Por fin esta esquina noroeste de Suramérica respiraba distinto!
Pues bien —o pues mal—, la dicha no pelechó. En lo recorrido de 2019 los combates con estructuras ilegales aumentaron 82%, según documentación de la Fundación Ideas para la Paz. Juan Carlos Garzón, de esta organización, apunta dos causas: “Tiene que ver con el cambio de gobierno”, y el nuevo Gobierno quiere mostrar resultados porque “la fuerza pública estaba muy quieta”.
Kenneth Burbano, del Observatorio Constitucional Universidad Libre, singulariza en el mencionado informe “las directrices que a principio de año dio la comandancia del Ejército dirigidas a aumentar el número de ataques, capturas, rendiciones y muertes en combate; esas órdenes de letalidad pueden conducir a ejecuciones extrajudiciales, a alianzas con grupos paramilitares… episodio de terror que ya vivió el país”.
Guillermo Botero, mindefensa, contraargumenta que hoy hay más combates pero menos muertos en ellos. En cambio no explica por qué recrudeció el accionar de las bandas criminales, por qué los narcotraficantes son los supuestos asesinos de líderes sociales, quién desenfundó las órdenes, quién alborotó el avispero.
Es un hecho que el país ingresó de nuevo en el rojo sangre de los últimos 70 años. Que el naciente optimismo alcanzado por los desesperados de siempre está siendo ahogado en barbarie. Que se está llevando a cabo una operación profunda de rearme de las conciencias y de crispación de los ánimos.
En el parpadeo que va de un gobierno al siguiente, Colombia pasó de ser ejemplo mundial de conciliación a espanto de viajeros y paranoia permanente de sus ciudadanos. Los libros de historia no omitirán la isla de tres años que vivimos en aire de pacificación. Tampoco dejarán de señalar la ignominia de quienes llegaron a hundir esta isla a cañonazos.
Rearmar la guerra es asesinar el cuerpo, quebrar la ilusión es matar el espíritu. ¿Qué es peor, lo primero o lo segundo?
El 28 de agosto, víspera del video de Márquez y Santrich, el diario El Colombiano publicó como tema del día el informe “El silencio de los fusiles duró poco”. Su autor, Ricardo Monsalve Gaviria, muestra cómo, en la reciente historia de Colombia, hubo una vez tres años en que la gente de los campos pudo dormir sin temor de pasar a la eternidad.
Esos tres años fueron el corto lapso del silencio de los fusiles. El grato sueño comenzó a mediados de 2015 cuando las Farc iniciaron el desescalamiento de sus ataques, en medio de las negociaciones de paz. En los siguientes 12 meses las acciones de este grupo cayeron en 98%, según el Centro de Recursos para el Análisis del Conflicto (Cerac). Los contrincantes muertos o heridos y las víctimas civiles disminuyeron a niveles mínimos en 52 años.
Esta tendencia hacia abajo, en que participaron Epl, Clan del Golfo, disidencias de las Farc, continuó en 2016, 2017 y 2018. Solo el Eln mostró los dientes. Las discusiones y sobresaltos de La Habana y el plebiscito hicieron trastabillar al país, pero las balas callaron. ¡Por fin esta esquina noroeste de Suramérica respiraba distinto!
Pues bien —o pues mal—, la dicha no pelechó. En lo recorrido de 2019 los combates con estructuras ilegales aumentaron 82%, según documentación de la Fundación Ideas para la Paz. Juan Carlos Garzón, de esta organización, apunta dos causas: “Tiene que ver con el cambio de gobierno”, y el nuevo Gobierno quiere mostrar resultados porque “la fuerza pública estaba muy quieta”.
Kenneth Burbano, del Observatorio Constitucional Universidad Libre, singulariza en el mencionado informe “las directrices que a principio de año dio la comandancia del Ejército dirigidas a aumentar el número de ataques, capturas, rendiciones y muertes en combate; esas órdenes de letalidad pueden conducir a ejecuciones extrajudiciales, a alianzas con grupos paramilitares… episodio de terror que ya vivió el país”.
Guillermo Botero, mindefensa, contraargumenta que hoy hay más combates pero menos muertos en ellos. En cambio no explica por qué recrudeció el accionar de las bandas criminales, por qué los narcotraficantes son los supuestos asesinos de líderes sociales, quién desenfundó las órdenes, quién alborotó el avispero.
Es un hecho que el país ingresó de nuevo en el rojo sangre de los últimos 70 años. Que el naciente optimismo alcanzado por los desesperados de siempre está siendo ahogado en barbarie. Que se está llevando a cabo una operación profunda de rearme de las conciencias y de crispación de los ánimos.
En el parpadeo que va de un gobierno al siguiente, Colombia pasó de ser ejemplo mundial de conciliación a espanto de viajeros y paranoia permanente de sus ciudadanos. Los libros de historia no omitirán la isla de tres años que vivimos en aire de pacificación. Tampoco dejarán de señalar la ignominia de quienes llegaron a hundir esta isla a cañonazos.
Rearmar la guerra es asesinar el cuerpo, quebrar la ilusión es matar el espíritu. ¿Qué es peor, lo primero o lo segundo?