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Como conté en las redes sociales, tuve ayer un enfrentamiento con el señor Jorge Visbal Martelo, exembajador de Colombia, excongresista de Colombia, expresidente de la Federación Colombiana de Ganaderos y condenado por la justicia por nexos con paramilitares. Sin saber quién era, pues estaba dentro de su camioneta de vidrios ahumados, me acerqué a la ventana del copiloto y le di unos golpecitos para que la abriera y poder pedirle que apagara el motor mientras estaba estacionado, pues contaminaba el aire. Cuando abrió, le dije que la polución en Bogotá era mucha, y que él estaba empeorándola al tener el motor en marcha. El hombre enseguida se enfureció y me preguntó que yo quién era para decirle qué hacer. Le dije entonces que yo no tenía que ser nadie más que una ciudadana, y que el aire era de todos. Es algo que he hecho y dicho varias veces, y que esa mañana le había dicho ya a otro conductor de camioneta que esperaba a su patrona en el parqueadero del supermercado, con el motor encendido —y que también me respondió con agresividad—. Cuando voy por mi barrio paseando con mi perra, me intriga ese desdén irreflexivo del motor encendido: ¿es una muestra de potencia viril? ¿Es una expresión de diligencia, de hombres que quieren decir algo así como “Nunca me detengo, siempre estoy echando pa’lante”?
Después de que el hombre se negara a apagar la camioneta, me alejé por la calle. Entonces oí desde atrás: “Coge oficio, alimenta ese perro más bien”, y me enfurecí. Volví sobre mis pasos hacia él, y le pregunté que qué me había dicho. Me repitió que alimentara a mi perro, lo cual me pareció extraño, pues mi perra es regordeta, además de pequeña y anciana. Le dije que no fuera atrevido y no se metiera con ella. Discutimos un rato. Él me quitó dos veces el teléfono con el que yo intentaba filmarlo (“No vayas a grabarme, que eso es lo que ustedes hacen”, dijo). Tardé en reconocerlo (mis amigos saben de mi incapacidad para reconocer rostros), pero cuando lo hice, lo llamé “Paraco”. Al rato, cuando volví a empezar a filmarlo, él me dijo: “Tú eres guerrillera”. En medio del forcejeo con el teléfono, me dio una palmada en la cabeza. Se subió a su camioneta y, desde el asiento del piloto, abrió la puerta para empujarme con ella.
Finalmente me fui de allí. Cuando volví a aquella cuadra, para poder llegar al edificio donde vivo, me pareció ver que él seguía esperando en su camioneta —y que ya había apagado el motor—. Solo después de entrar en mi apartamento me di cuenta de que había cometido la imprudencia de dejarle ver dónde vivía. Me puse entonces a escribir el relato en las redes sociales, para protegerme. Leí sobre el señor Visbal en Internet: me había echado de enemigo a un sujeto evidentemente peligroso. Se lo conté a mis amigos, que me precavieron. Me llamaron algunos periodistas. Conocidos y desconocidos me mandaron por escrito el consejo de que me cuidara.
A lo largo de la tarde de ayer, pensé en mi actitud compulsivamente desafiante con el poder; en cómo yo no he podido creer nunca que un hombre tenga poder, o bien, sé que todos los hombres lo tienen, y me asedia y me instiga cualquier manifestación de poderío. El poder era aquel señor de cara redonda, congestionado porque una mujer le había pedido que apagara el motor. El poder tenía esa misma figura de un motor que se revolucionaba y echaba gas sin impulsar ningún avance. El poder era la cólera, que es precisamente la expresión de la impotencia. El poder era ese sentenciado que se exponía a ser filmado llamando “guerrillera” a una civil, que es justamente el acto que ha servido como pretexto para los desplazamientos forzados de campesinos, a los que se lo ha vinculado. Pero el poder era también yo, que podía filmarlo con mi teléfono, y publicar luego el video y hacer que se me escuchara. Me pareció de repente que la situación había sido cómica. Pero detrás y antes de la comicidad está siempre el fondo del terror, y eso lo entendí horas después.
Casi a la medianoche, le conté por teléfono lo sucedido a mi mejor amigo, que vive en otro país. Para hacer más vívido mi relato, imité la manera como Visbal me había gritado: “Alimenta ese perro”. Esa frase estaba en el centro del episodio, pero yo no había contemplado su sentido. El hombre me la dijo varias veces. ¿Para qué? ¿Por qué elegir esa recomendación para decirme que me metiera en mis asuntos? ¿Acaso, por ganadero, la primera imagen que le venía a la mente al ver a un animal era la del engorde de los animales, que solo valen para vender su carne por kilos? Había algo aterrador en esa recomendación gritada: al mencionar a mi perra y su supuesto bienestar, el hombre me descalificaba como guardiana de mi perra (¿del mismo modo como se descalifica a los campesinos para el “buen cuidado” de la tierra?). Se ponía él en el lugar de cuidador de ella, en un típico gesto patriarcal. Era una manifestación cruel y desesperante: él, mi enemigo, se adjudicaba el cuidado de mi amiga vulnerable. Simbólicamente, por un segundo, su frase me eliminaba. Él usurpaba mi lugar y en la imaginación se apropiaba del ser que yo amaba.
En el teléfono con mi amigo, al imitar el acento costeño y la entonación del “Alimenta ese perro” —digamos, al interpretarlo teatralmente—, me pareció entender que lo que Visbal había hecho era amenazar a mi perra: sugerirme que la cuidara era recordarme que, efectivamente, yo no podría impedir que otro le hiciera daño si quería. Ese era el poder del pequeño hombre en la enorme camioneta: la posibilidad de quitar el amor. Eso es siempre el poder usurpado: lo contrario al amor.
Cuando entendí la amenaza, me quedé en silencio en el teléfono con mi amigo. Entonces oí venir, de otra parte de la noche, otra voz: la de un paramilitar anónimo que le decía a una campesina de Sucre: “Cuida a ese pelao”. Y vi en mi mente cómo ella sabía que debía irse de su tierra, de su municipio, de su mundo, y dejarlo todo atrás, abandonarse a la desposesión y a la extrema exclusión, para que el amenazante no matara a su niño y no lo convirtiera en carne inerte como se hacía con los terneros en la industria ganadera, en medio de la que ambos vivían.
Yo tengo unos vínculos conspicuos. Tengo una voz que más o menos me protege. Mi propia cólera me da, por mi posición, desde de mi posición, cierto poder. En el fondo de la noche sentí que dentro de mí podía encontrar y reconocer a otra, de otro lado: a mi doble en el impoder: a esa campesina aislada en los territorios de Colombia, con un vínculo viejo y profundo con el territorio, sin un nombre reconocido públicamente, sin apartamento en edificio con portería, sin redes sociales, sin periodistas que la llamen para preguntarle qué sucedió, totalmente a merced de los dueños de la tierra y pretendidos dueños, también, del aire. Si este hombre había terminado amenazándome veladamente y dándome un manotazo y llamándome guerrillera a raíz de que yo le había pedido que apagara el motor de su camioneta, y a sabiendas de que estaba filmándolo, y en una calle urbana, ¿qué harían hombres semejantes a él en la cólera y en la pretensión de propiedad sobre las cosas —u hombres que quieren ser como él en la propiedad y en el estatus—, en un monte, con otra mujer, o con cien, o con mil, para adueñarse de la tierra fértil? Todos sabemos lo que han hecho. Yo conozco las cifras, he leído los informes y los testimonios, y me he indignado y he tomado posición frente a la masacre y el desplazamiento. Mi razón lo ha entendido, y a veces lo he entendido con las vísceras, pero hasta ayer no lo había comprendido con la imaginación, que es un motor que se precipita y se lubrica con las lágrimas. Observé durante un largo rato a mi perrita vieja, que roncaba tranquila, y me dramaticé, por así decirlo: reciamente imaginé cómo podrían torturármela los hombres, para poder llorar y entonces llenarme de mi otra humana —de esa campesina abandonada por todos y también por mí—, y entender que sin su historia, esta de mi desencuentro y mi temor no tiene ningún sentido; que, estando ella y su bebé en peligro, yo siempre voy a vivir en peligro y a temer por mí y por mi animal, que es la persona a quien más quiero.
De modo que con mi imprudencia de ayer, que me llevó a enfrentarme a un vidrio oscuro sin saber cuál era el calibre del capricho iracundo y de la pretensión del hombre que se hallaba detrás, recibí una lección. No es una lección de prudencia; no es la de dejar de enfrentarme con los señores de las camionetas blindadas porque pueden atacarme o amenazarme. La lección aprendida es la de seguir incomodando por cada cosa que me importe, por pequeña que sea. La lección es la de interesarme cada vez más. Pues solo de la atención a todo, a la tierra y al aire, puede surgir la oportunidad de que yo entienda en mí sobre el poder y el impoder. Solo si trato de ser consciente de cuanto me rodea (de un motor encendido en un carro quieto, por ejemplo) puede entrar en mí la otra que soy —la campesina amenazada y su niña aterrada—. Y sin ella, es como si yo no viviera en este país ni en ningún lado. Sin ese instante —por breve que sea— en que yo la siento viva y la conozco y deseo que habite su territorio y también el territorio de mi consciencia, estoy desterrada para siempre y no tengo ninguna historia que contar, ninguna manera de salir de mi miedo, ninguna defensa.
Había terminado este texto con el párrafo anterior y me fui a dar un paseo con mi perra por los lugares de ayer. En la calle, me fue subiendo a la cabeza la sensación de que lo que había escrito estaba incompleto. No soy una periodista. No soy una denunciante. No soy una historiadora. Sobre todo, no soy ni quiero ser un juez. Soy autora de literatura y lectora, y la aspiración de la lectora y la escritora es la hospitalidad. Me di cuenta de que no podía autocomplacerme con el instante en que pude identificarme con la víctima, pues el trabajo de una autora no es la identificación, sino la conciencia, y la obra de la consciencia, que es el perdón, no tiene final: es la identificación con todo, la desidentificación con respecto a cada aspecto.
Supe, al final de mi paseo con mi perra, que así como había encontrado y conocido en mí a la campesina sucreña, también tenía el deber de encontrar en mí al terrateniente corozalero, aunque hacerlo fuera más difícil o más vergonzoso. ¿Por qué rincón puedo empezar a ensanchar la imaginación y la capacidad de dramatizar, que es otro nombre de la compasión, para darle también a él un lugar, e imaginarlo como una persona y no como un personaje definido por una sola característica, ya que ninguna persona es un personaje? Lo veo en mi propia cólera, en el sentimiento de humillación que tantas veces me subyuga y me hace ser atrabiliaria, y lo veo en mi hábito de propiedad sobre las cosas y en mi impulso de control sobre las personas. También puedo intentar concebirlo como lo vi, de carne, sentado en una camioneta como dentro de un vientre de metal, esperando quién sabe qué; esperando su propio nacimiento de quién sabe qué manera. Lo veo en la fila interminable de la servidumbre masculina, sirviendo a otros hombres que sirven a otros hombres que sirven a no saben quiénes, que sirven solo a la destrucción de la Tierra. Y veo también a un niño —porque en todo acto de patanería se ve un niño herido— que aprendió esa frase de “Alimenta ese perro” y que probablemente vio, cuando muy pequeño, cómo marcaban las vacas a hierro con la inicial del nombre del latifundio, y las separaban del ternero recién nacido para ordeñarlas, a pesar de sus mugidos desgarrados. Quizás ese hombre que me llamó “guerrillera” nunca ha podido preguntarse acerca del dominio, y ha sentido con constancia la obligación de complacer a quienes tienen más poder que él y, al mismo tiempo, la de ser intransigente con quienes tienen menos, que es un doble mandato que también yo he sentido muchas veces. Sobre todo, él sabe que un día va a morir, como lo sé yo de mí. E igual que yo, no quiere morir: igual que cada campesino y campesina asesinada en Sucre, en Córdoba, en Bolívar (en todas esas tierras con nombres de hombres de la guerra).
La consciencia del límite, la consciencia compartida de la única ley inmutable y siempre cumplida, la de la muerte, debería bastar para que no nos matáramos y debe bastar para que yo me interese por la historia de la vida de mi enemigo. Y ese interés me hace perdonarlo. Si yo no trato de encontrar en mí a ese otro que fue ayer mi terror, y que ha sido el terror de mi otra y de tantísimos, es como si no viviera en este país ni en ningún lado. Sin este instante arduo y brevísimo en que lo reconozco en mí, estoy desterrada para siempre y no podré salir de la rabia, ni mereceré que los otros me perdonen, ni tendré una historia que contar.
