Una selfi con “Timochenko”

Sergio Ocampo Madrid
12 de febrero de 2018 - 02:19 a. m.
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¿Se tomaría usted una selfi con “Timochenko”? La pregunta tiene más validez que nunca porque, hace tres días, la FARC decidió suspender el proselitismo político de Rodrigo Londoño, “Timochenko”, su candidato presidencial, por “falta de garantías”.

No voy a caer de nuevo en la tentación de afirmar que a “Timochenko” se le dijo, se le advirtió, se le aconsejó desde esta misma columna que mejor no se postulara todavía. Que, aun con todo el derecho, era sano y sabio esperar a que se decantaran un poco las cosas; que nos dieran un tiempito para empezar a sanar y olvidar; que mientras tanto hicieran política vigorosa, aprendieran los tejemanejes y las lógicas (no las mañas), y empezaran a sumar imagen y voluntades desde otros escenarios como el Congreso, las Asambleas, los Concejos. Que nos evitaran un ingrediente más de radicalización y guerra sucia en estas elecciones, y que le cerraran un poco la boca a la ponzoñosa boca de la ultraderecha y su muletilla de que “ya estamos a punto de volvernos Venezuela”.

“Timo” no hizo caso y sus primeros pinitos en el proselitismo, en el Eje Cafetero y en el Valle del Cauca, fueron un desastre de insultos y agresiones. En un país civilizado o al menos en uno menos horripilante, esos escenarios habrían sido perfectos para que la gente llegara a oponerles argumentos después de escucharlos; a debatir sobre por qué están derrotados políticamente y casi siempre lo estuvieron, por sus errores. En un país civilizado o al menos en uno menos horripilante, nadie o casi nadie hubiera ido a oír a “Timo” y el mensaje de desprecio hubiera sido contundente. Aquí, los argumentos fueron los huevos, los escupitajos, las piedras, y hasta el daño a automóviles y equipos.

Esa es la Colombia que construimos en los últimos 70 años, por exclusión, por unanimismo bipartidista, por apatía mayoritaria, por criminalización de la discrepancia, por privatización de la justicia y la seguridad. Esa es la que las Farc, con su vehemencia armada, también ayudaron a modelar, y la que fuerzas muy oscuras (aunque cada vez menos ocultas y menos tímidas) quieren eternizar.

Entonces, ¿se tomaría usted una foto con “Timo”? Y la pregunta cobra aun más validez porque en un par de semanas debe llegar a los teatros el documental de Juan Pablo Salazar y Álvaro Perea titulado “Una selfi con Timochenko”. Y en este país en guerra consigo mismo, de inextinguibles “fuegos amigos” y de humor rastrero y chabacano, esta película rompe moldes, arriesga, recrea toda esa terrible comedia de equivocaciones que ha sido el proceso de paz, e intenta mostrar con dolor y decepción cómo en la foto de la paz no vamos a caber todos.

Al principio alcanza a sorprender que un tema tan dramático pueda ser desarrollado en clave de comedia y con un pretexto tan simple como que un cuadrapléjico busque “levantarse” a una bella mujer por la red, y que para ello apele a la estrategia de mostrarse adepto e incondicional de la paz. Pero el recurso del humor no banaliza y se vuelve más bien una tremenda alegoría al desenfado con que las clases medias y altas urbanas siempre vieron el conflicto; algo ajeno, algo distante, algo insignificante que casi nunca les entorpeció la vida. Unos rústicos que morían lejos y una guerra que se seguía por televisión.

En la producción de una eventual película que le va a permitir al hombre en silla de ruedas seducir a la mujer terminan ideando un partido de voleibol sentado, pero no para oponer soldados y guerrilleros mutilados en una competencia, sino para ponerlos a jugar del mismo bando y contra un equipo de hutus y tutsis ruandeses, sobrevivientes al horror del genocidio étnico y político de 1994.

Entonces se introducen las voces de hutus y tutsis para contar desde Kigali cómo los políticos les vendieron el discurso de que la otra etnia no era humana. Y así murieron, a machete, hasta un millón de personas en menos de un año, la enorme mayoría tutsis. Y se cuenta cómo, gracias a la Gachacha (tribunales de justicia transicional) consiguieron que se hiciera algo de justicia (imperfecta, imperfecta), pero sobre todo mucha claridad para entender qué les pasó y no volver a repetirlo.

A mi modo de ver, la escena culminante no es el partido, que al final se verifica en un coliseo en Bogotá y al cual acude el propio Santos, sino el diálogo básico, descarnado, sin poesía ni arandelas, entre un soldado y un guerrillero, ambos incompletos en su anatomía, ambos orillados a pelear por ignorancia, por desconocimiento del otro, y sobre todo porque sí. Porque tocaba. Y ahora deben jugar del mismo bando por el simple hecho de que son colombianos (el determinismo más simple y más brutal) y de que son tullidos en un partido de tullidos, cuyo resultado ya no importa.

Esa imagen me evocó aquella anécdota, hermosa y macabra, que contaba Adolfo Pérez Esquivel, el Nobel de paz, de sus recuerdos cuando estuvo detenido y fue torturado en 1978 por la dictadura de Videla, y cómo torturadores y torturados cantaban felices los goles de Argentina en el mundial, separados solo por unas macizas puertas de hierro.

El documental termina con la mujer bonita preguntando en San Victorino a la gente, en la calle, si se tomarían una selfi con “Timochenko”, y la mayoría dice No. Unos pocos dicen sí, y otros solo preguntan: “¿con quién?”.

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