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La cuarentena por cuenta del COVID-19 me ha dejado, como a casi todo el mundo, con mucho tiempo libre, de modo que en casa nos pusimos a ver la 2ª temporada de Cosmos, o la 3ª si contamos la versión original, que estuvo a cargo de Carl Sagan. La serie, conducida ahora por Neil deGrasse Tyson, es un brillante paseo por las percepciones del universo. Dado que soy apenas un aficionado a la física y ciencias adjuntas, lo que sigue tiene un sabor laico inevitable.
La escala del ser humano en términos cósmicos no llega a diminuta, adjetivo que ni siquiera empieza a describir nuestro tamaño en el universo o, como hoy se presume, en los multiversos, pues el producido por el Big Bang podría ser apenas una mota entre muchos otros, sospechados aunque desconocidos. Surge aquí el primer tema derivado del título de esta columna. El ser humano, un accidente cósmico, no tiene ninguna razón válida para presumir que su tamaño sea referencia de nada. Dado que no tuvimos ninguna injerencia en el nacimiento y la existencia del mundo en que vivimos, diga lo que diga el Génesis, nuestro tamaño tampoco tiene por qué representar ninguna proporción del universo y mucho menos del multiverso. Solo las teologías con las que en un principio mirábamos nuestros mundos instalaron en la cultura la idea de esta supuesta relación. Dicho de otro modo, no hay la menor certeza de que exista un límite espacial o temporal, así para nosotros lo ilimitado carezca de lógica.
Ahora bien, parece casi imposible que en la inmensidad no haya más mundos con vida, incluso con vida inteligente. ¿Por qué no va a haberlos si existe el nuestro que fue justamente un accidente? En este tema gravitan factores adicionales. Por lo que se sabe, el universo, incluso los desconocidos multiversos, están hechos todos con la misma materia que el nuestro, es decir, con los elementos de la tabla periódica que conocemos: hidrógeno, carbono, oxígeno, etc. No existe ninguna evidencia de que pueda existir otra tabla a partir de otras partículas atómicas o subatómicas. Ya nos contarán si la encuentran. Mientras tanto, cabe especular que lo que sí podría tener un tamaño limitado en todas partes son los seres vivos y con más veras los inteligentes. Tal vez los científicos especulativos podrían decirnos si un ser vivo inteligente puede medir, qué sé yo, 100, 1.000 kilómetros de largo/ancho o 1 mm. Tampoco se vislumbra cómo este ser podría existir sin estar inmerso en algún tipo de atmósfera, gaseosa o líquida. Incluso hay la sospecha de que la gravedad excesiva o muy tenue dificultaría mucho la vida de este ser, pese a que ahí sí cabe variedad.
Me dirán algunos de ustedes que la desocupación relativa lo pone a uno a especular sobre temas extravagantes. Lo concedo, aunque no sobra que descartemos la noción teológica de los tamaños, al tiempo que les damos importancia a los tamaños relativos, que nos hacen una especie tan peculiar y breve (vivimos a lo sumo 100 años o unos pocos más). Como motas del cosmos somos insignificantes; como construcciones inteligentes no, a pesar de que es casi imposible que tengamos contacto futuro con otros seres vivos.
Ahora bien, todo lo dicho acaba de ser puesto en crisis por un microrganismo todavía más diminuto en términos cósmicos que el ser humano: el COVID-19. Así que lo diminuto puede tener para nosotros consecuencias mucho mayores que la inmensidad, inabarcable incluso para los dioses.