Rabo de ají

Urgencias y encierros

Pascual Gaviria
15 de abril de 2020 - 05:00 a. m.
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Es lógico que intentemos pensar que el coronavirus pone en nuestras manos una muy clara elección correcta. No queremos dilemas como los que viven los médicos en las puertas de las UCI, estamos dispuestos a hacer grandes sacrificios, no a responder preguntas difíciles. El escenario parece relativamente claro: parados frente a una amenaza global de muerte, la prioridad es salvar vidas. ¿Y cómo se logra? Teniendo menos contagios, y para eso es absolutamente necesario tener menos contacto. Quedarse en casa es la premisa que entregan los médicos que ven los estragos día a día en los hospitales, los epidemiólogos que trazan sus curvas con terror, poniendo cruces en sus cuadros, y los gobernantes que miran aterrados hacia los hospitales y los cementerios… Y hacia la curva temible de las encuestas.

Pero las recomendaciones sensatas desde los hospitales traen consecuencias en cuartos distintos a las unidades de cuidados intensivos. La precaución frente al ataque del virus crea necesariamente sufrimientos sociales, estragos económicos, desbalances familiares, crisis personales. No se trata del falso dilema entre la vida y la economía, entre unos cuantos codiciosos y la salud de todos, entre el balance de las empresas y el conteo de las muertes. La quietud mundial que se ha impuesto afecta sobre todo a quienes basan la subsistencia en sus recorridos diarios, en sus esfuerzos de puertas para afuera, en el pago por sus servicios o su rutina del minuto a minuto.

Peter Singer, profesor de bioética en Princeton, lo dice con arriesgada claridad en una conversación publicada el domingo pasado en The New York Times: “Creo que la suposición, y ha sido una suposición en esta discusión, de que tenemos que hacer todo lo posible para reducir el número de muertes no es realmente la suposición correcta (…) Ningún gobierno invierte cada dólar que gasta en salvar vidas. Y realmente no podemos mantener todo cerrado hasta que no haya más muertes. Así que creo que es algo que debe entrar en discusión. ¿Cómo evaluamos el costo general para todos en términos de pérdida de calidad de vida, pérdida de bienestar, así como el hecho de que se están perdiendo vidas?”. Muchas de esas pérdidas no nos son simples sacrificios temporales. En la misma discusión recuerdan cuántos afros perdieron definitivamente su vivienda en Estados Unidos después de la crisis financiera de 2008. Aquí pasarán cosas similares con quienes pagan una hipoteca y perdieron su empleo. ¿Y cuántas deserciones definitivas de adolescentes sumarán nuestros colegios públicos luego de meses sin clases? El grifo de la cuarentena se abrirá lentamente, de manera natural, sin los decretos del Gobierno. Ya los mecánicos de la calle están debajo de los carros, los vendedores de frutas arrastran sus carretas, las prostitutas caminan las esquinas, las panaderías ofrecen baratos sus buñuelos y la cerveza se entrega al escondido entre las rejas. Lo mejor será que el orden oficial se adapte a esa realidad, que no convierta la urgencia de la gente en una transgresión inaceptable, que no impulse la multa y la agresión policial y termine con $160.000 de ayuda para la misma persona que detuvo el día anterior.

Buena parte de los casos en los que el coronavirus resulta mortal se dan por una especie de sobrerreacción del sistema inmune. Cuando el organismo no logra detener el virus y detecta un daño celular, provoca una respuesta inflamatoria para defenderse liberando gran cantidad de citosinas. Esa inflamación generalizada acaba en un daño sistémico y en la muerte del paciente. La comparación puede ser válida al evaluar las medidas de los gobiernos y la sociedad frente a la pandemia ¿Estaremos en una sobrerreacción que puede causar daños más graves al “sistema social”?

 

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