Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
En noviembre de 1891 se presentaba en sociedad la “nueva policía” en Bogotá. De los serenos enruanados a los agentes con sus “lustrosas bayonetas” y su comisario francés, Jean-Marie Marcelin Gilibert, un militar maltrecho de batallas y dispuesto a civilizar a los habitantes de la capital. Era el momento de la Regeneración y la ciudad necesitaba algo de limpieza en las calles y las costumbres. La policía era un brazo dotado contra la pestilencia y la degradación moral, males que venían juntos y requerían “inmediata atención, por presentar las faces terribles de un cáncer corrosivo y mortal”, según el informe del subprefecto de policía de la época.
Las primeras rondas y tropeles de esa nueva policía están reseñadas en el libro 1892: un año insignificante, publicado en 2018 por Max S. Hering Torres, profesor de la Universidad Nacional. Como sucede hoy, la policía era exhibida como una institución para garantizar la “convivencia”, palabra obligatoria como las insignias “Dios y Patria”. Pero las advertencias estaban dadas en el discurso del presidente Carlos Holguín para recibir el nuevo año con la nueva policía: “Hoy tenemos las garantías y la libertad reservadas para el hombre honrado, para el ciudadano pacífico, para la industria, el trabajo y el progreso; el revolucionario, el perturbador y el delincuente saben que les espera la represión, el castigo y la expiación”. Los 450 policías estaban entonces para definir —mirando lo que pasaba en las calles, viendo los tipos sociales, juzgando costumbres sanas y perturbadas— quiénes buscaban el progreso, el aseo y el orden, y quiénes empozaban la capital persistiendo en el mugre y el vicio. Hemos pasado del control de las chicherías al reporte de las licoreras, y de la “moralización civil del espacio” a la defensa del espacio público. La pandemia entregó un nuevo control curativo: batas y bolillo.
La desobediencia, la embriaguez, la provocación, la grosería, la impiedad, los juegos prohibidos, la altanería y el irrespeto eran algunos de los males a perseguir. Pero todo, bajo unas maneras garantizadas con policías de complexión robusta, sin vicios orgánicos, de modales cultos y un carácter firme y suave. También se reseñaban sus “procedimientos atentos y corteses” y la necesaria “atenuación del rigor de sus funciones”. Ni en Francia existían tales ejemplares.
Pero llegó la Fiesta de San Pedro a Chapinero y las cosas se pusieron difíciles. Gilibert no quería peleas de gallos, le parecían bárbaras y además podían traer desórdenes. La orden fue impedir el salto de los gallos al ruedo en el patio de Agustín Baquero. Pero el inspector Cristino Gómez, autoridad ajena a la policía, instituida por el alcalde, “apostó” al colorado y dijo que tenía permiso expreso del mandatario. Desde el siglo XIX se veían órdenes y mandos confusos y superpuestos. Comenzaron los gritos: “Viva el pueblo, viva el inspector, abajo la policía”. Jesús Bernal, el comisario enviado por Gilibert, ordenó apresar a los revoltosos y algunos de sus subalternos cambiaron de bando. Los fusiles Remington apuntaron contra la gente y al final no murieron ni los gallos ni los civiles. Pero en los periódicos preguntaron: “¿Y puede un jefe de policía, atropellando los derechos más sagrados del ciudadano, mandar hacer fuego sobre un pueblo indefenso, que tiene un día de desahogo y de diversión?”.
Para los disparos habría que esperar unos meses. Entre el 15 y el 16 de enero de 1893 se dio el motín en Bogotá que cogió chispa luego de la muerte de un manifestante, Isaac Castillo, por la bala de uno de los Remington oficiales; de ahí en adelante las formas no fueron corteses ni el carácter fue suave y todo terminó en piedra, plomo y fuego.