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Llevo días cavilando sobre lo que voy a decir en esta columna. Durante la primera vuelta del debate presidencial tomé la decisión de anunciar mi voto o, como se dice vulgarmente, de lanzarme al agua. Ahora siento que debo hacer lo mismo, aunque me faltan los argumentos y las ganas. Con todo, lo voy a hacer (cuando uno se mete en política es difícil salirse), pero antes de eso quisiera decir algunas cosas.
Quienes participamos en el debate público ventilamos dos tipos de ideas: unas fuertes, fundadas en convencimientos profundos, y otras débiles, respaldadas en percepciones probables pero inciertas. Digamos que las primeras son convicciones y las segundas son opiniones. Pongo ejemplos: cuando condené los falsos positivos o la práctica del secuestro en las Farc, lo hice porque tenía la convicción de que eran actos monstruosos. Cuando dije, en cambio, que ante el triunfo del No el Gobierno debió hacer un segundo plebiscito, lo hice porque tenía esa opinión, sincera, pero llena de dudas.
Pues bien, la idea que tengo sobre cómo votar en esta segunda vuelta presidencial es una opinión, no una convicción. Pero en Colombia, con mucha frecuencia, las opiniones se asumen como si fueran convicciones, sobre todo en asuntos políticos. Por eso no tengo muchas esperanzas de que esta columna sea leída como yo la entiendo. Aquí la elección de un candidato termina definiendo a la persona, como si fuera una fotografía de su alma. Así era a mediados del siglo XX cuando la gente escogía entre ser liberal o conservador y así es ahora. Revelar el voto es como abrazar una fe, con su credo, su santoral y su liturgia. Si te alineas con un candidato, no importa lo que pienses del resto del mundo y de la vida, ese hecho te condena o te salva, según la cofradía que te juzgue. “Siempre te leo y aprecio tus opiniones —me dijo hace poco un amigo—, pero por tus últimas columnas veo que vas a votar por Duque, ¡qué decepción!”.
Dicho esto, paso al debate actual. Varias veces he dicho en esta columna que, a mi juicio, los dos grandes problemas que tiene Colombia son la injusticia social, es decir la desigualdad, y el dogmatismo, es decir la tendencia a tomar las ideas políticas como dogmas de fe que no se discuten ni se cambian, a pesar de que las evidencias indican otra cosa. Iván Duque y su grupo encarnan lo peor de estos dos males: son dogmáticos en asuntos morales (y políticos) y sus recetas económicas son la fórmula perfecta para mantener la desigualdad. Gustavo Petro, en cambio, quiere remediar la injusticia social, pero tiene un carácter presumido y dogmático. Esto inclina ligeramente la balanza a su favor. Pero queda el voto en blanco, una opción que puede llegar a ser un fenómeno político inédito y de gran importancia. ¿Qué hacer entre Petro y el voto en blanco? Mis argumentos tiemblan cuando me inclino de un lado o del otro.
En principio, me atrae el voto en blanco, que es la opción legítima para alguien como yo, que se opone a los radicalismos, no solo por razones teóricas (y morales), sino por razones empíricas (es más fácil cambiar este país a través de reformas progresistas moderadas que a través de revoluciones). Sin embargo, siendo pragmáticos y teniendo en cuenta que Duque progresa cada día más en la intención de voto (con toda la clase política tradicional cínicamente puesta de su lado), voy a depositar mi voto, trémulo y desganado, por Petro, para tratar de que aquella victoria no sea demasiado amplia y para ayudar a construir una oposición que detenga, al menos en parte, las arbitrariedades que seguramente vendrán con el regreso del uribismo al poder. Esta es mi opinión y no compromete a nadie más.
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