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En la primera columna que escribí sobre la campaña electoral del 2018, hice una constatación sencilla: si no se logra alguna forma de acuerdo entre las distintas vertientes del centro y de la izquierda para apoyar a un solo candidato presidencial en la segunda vuelta, la extrema derecha volverá al poder. Y lo hará destruyendo y haciendo trizas. No porque su liderazgo esté poblado exclusivamente por personas desagradables —aunque en este rubro no adolezca de déficit alguno—, sino porque le toca hacerlo.
Las elecciones parlamentarias que acaban de pasar me permiten reafirmarme en mi convicción. No voy a entrar en los detalles (aunque todo lo que digo se pueda respaldar con numeritos), pero ya varios han hablado bastante bien de lo que sucedió. También hubo quien se dedicara a las cuentas alegres, pero eso es inevitable… Las cosas sucedieron aproximadamente así. El uribismo obtuvo un resultado bastante bueno; no apoteósico, como lo esperaba, ni tampoco suficiente para garantizar una victoria en primera, pero sí como para poner ya a esa fuerza como favorita. Cambio Radical mejoró su votación, pero estuvo muy, muy lejos de generar el proverbial salto cualitativo. La campaña de Vargas no arranca. Petro tuvo un desempeño notable: medible, ya que hizo consulta. Fajardo no pasó por esa prueba, así que es más difícil evaluar cómo le fue, pero al menos sabemos que estas elecciones también sonrieron a los verdes. En cambio, al Partido Liberal no le fue tan bien.
Las consultas son difíciles de comparar, entre otras cosas porque la de Petro era mucho menos peleada (aunque la campaña de Caicedo, con sus 500.000 votos obtenidos a pulso, sea en efecto uno de los eventos admirables de la jornada). Aun así, es un hecho que Duque le sacó a Petro un millón de votos largos. Hasta ahora no hay evidencia de que Vargas pueda pasar a segunda, y si Duque y cualquier otro obtienen el tiquete, Vargas apoyará a Duque. Esto refuerza de manera sustancial la posición de Duque para la segunda.
Ese es, en el lenguaje más llano posible, el panorama. Ahora pensemos en las perspectivas que plantea. Si cualquiera de los tres candidatos no-de-derecha (para ponerles un marbete contrahecho pero inteligible) pasa sin ninguna alianza, tiene una probabilidad pequeña de ganarle a Duque. Digamos que mayor a cero, pero muy, muy baja. Si se alían dos (por ejemplo, De la Calle y Fajardo), su situación mejora, pero yo aún apostaría duro a un triunfo de Duque. Si se alían los tres, diría que quedamos en una situación de 50-50. Un cara-y-sellazo. Malo para los nervios, pero con una probabilidad real y seria de ganar.
Por desgracia, no se ve muy claramente la posibilidad de que lleguen a un acuerdo siquiera dos de los tres candidatos involucrados en esta reflexión. Se habla mucho de egos, y esa razón sin duda juega: estamos hablando de política. Pero hay muchos más problemas. Uno básico son las falsas equivalencias. Algunos centristas rechazan en abstracto los dos extremos, como si en Colombia, aquí y ahora (no en Venezuela, ni en Rusia hace 100 años), el uribismo y las fuerzas en el otro polo del espectro fueran equivalentes. No hay una sola razón seria para creerlo, o decirlo, así. Algunos izquierdistas ponen a Santos y a Uribe en el mismo saco, cosa que me parece cada vez más descabellada (pese a haber dedicado buena parte de esta columna en los últimos años a darle palo al gobierno Santos). Estas falsas equivalencias —sobre las que espero escribir pronto— extirpan de raíz la posibilidad de cualquier alianza que detenga el ascenso de una derecha extremista, rabiosa y muy, muy criminalizada.
¿Se acuerdan de la frase: “La política es dinámica”? Sí que lo es. Todas estas cosas pueden cambiar. Pero, por el momento, estas son las cartas con las que jugamos.