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Propongo un ejercicio complejo; imposible, dirán algunos. En uno similar se embarcó una ministra hace unos meses y se llevó una reprimenda épica; merecida. El ejercicio general compara cifras de muertos. Es frío, suma partes, las condensa en una estadística que no honra la tragedia de cada una ni su trasfondo. El de la ministra pasaba por afirmar que había más muertes por robo de celulares que por ser líder social. Una canallada de comparación. Pero la cifra es cierta. Mi ejercicio tiene el agravante de que la comparación es hipotética, no se ha consumado. La primera cifra es espantosa. Habla de una pila de 6.690 muertos en Colombia en 2019 por esa causa. No son hipotéticos. Peor aún: se habrían evitado si tan solo hubiéramos declarado un confinamiento obligatorio durante todo el 2019: murieron en accidentes de tránsito. La mitad en moto, la cuarta parte en el irresponsable ejercicio de ser peatón. A ningún gobernante se le pasó por la cabeza confinar a la población para salvar esas vidas, que nos quedáramos en casa para cuidarnos.
No quiero ser cínico. Sí ha habido esfuerzos continuos para reducir esos accidentes. Muchas ciudades tienen planes para ralentizar el tráfico en zonas de alta accidentalidad; construimos barreras y puentes peatonales para impedir imprudencias; hay sanciones sociales y penales a los conductores ebrios; los controles de velocidad se han afinado y en ciudades como Bogotá es impensable ver un motociclista sin casco. Pero, sin duda, la cuarentena habría sido más efectiva.
La segunda cifra habla de las muertes por COVID-19. Mientras escribo estas líneas no han llegado a 200; las mismas que en tiempos normales —y arranco la compleja comparación de muertos— habrían ocurrido en diez días de accidentes de tránsito. Faltan muchas, me dirán. Cierto: la directora del INS se aventuró a decir que serían 3.000. Quizá se quede corta y sean el doble, acercándose a las de accidentes viales. O quizás, ¡horror!, le falte un cero.
Con el COVID-19, a diferencia de los accidentes de tránsito, no teníamos montados los puentes, barreras, señalizaciones, radares y reglas de juego para el uso de cascos. La cuarentena era clave para preparar ese andamiaje. Las ayudas a los hogares pobres y vulnerables fueron esenciales para hacer medianamente digerible el confinamiento. Pero el país no resiste más encierros generalizados, empiezan —con razón— a escalar la desobediencia y las protestas. Es una canallada, desde nuestro cómodo teletrabajo, ordenarles que no salgan si no tienen para comer y sus proyectos de vida se destruyen.
Así como los motociclistas salen con casco, ahora todos habremos de salir con tapabocas. Los radares que verifican la velocidad serán los test masivos que nos permitan aislar los contagiados. Las barreras peatonales tendrán su paralelo en la prohibición transitoria de ciertas aglomeraciones. La conciencia de no manejar ebrio tendrá su homólogo en el lavado de manos frecuente. Pero, así como nunca se nos pasó por la cabeza prohibir el tránsito, debe dejar de parecernos que lo lógico en este caso sea seguir encerrados. Sin fin.
@mahofste