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Hace justamente seis años buena parte del mundo, incluida Colombia, veía con desconcierto el triunfo del No en el plebiscito por la paz. Se esperaba que la mayoría de la población se volcara a respaldar un proceso que ponía fin a un conflicto de más de medio siglo, y que dejó 262.197 muertos, 80.514 desaparecidos, 37.094 víctimas de secuestro, 15.687 víctimas de violencia sexual, 17.804 menores de edad reclutados, y más de siete millones de desplazamientos forzados. Una tragedia demasiado dolorosa y costosa para mantenerse indefinidamente en ella.
Conocidos los resultados, la mayor parte de los análisis apuntaron a que esa pérdida era imputable a un grupo de causas que iban desde falta de pedagogía y comunicación hasta un déficit de participación democrática, pasando por razones meteorológicas en la costa caribe o la impopularidad del presidente Juan Manuel Santos. Que al proceso de paz con las Farc le había faltado “pueblo”. Independientemente de la veracidad o no de las respuestas, este resultado abrió, al menos, dos grandes debates que merecen analizarse, de cara a los procesos que se propone adelantar el presidente Gustavo Petro, en lo que se ha dado en llamar la “paz total”.
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El primero de ellos tiene que ver con los riesgos de apelar a mecanismos de democracia directa, en un contexto en el que la manipulación mediática se ha sofisticado (gracias a los avances tecnológicos) e influye decididamente en la construcción de opinión pública. Así quedó demostrado no solo con el plebiscito por la paz, sino con el Brexit en el Reino Unido y con el escándalo de Facebook-Cambridge Analytica en Estados Unidos. Esto puso al descubierto refinados procedimientos de manipulación social a partir del manejo indebido de metadatos de millones de personas, lo cual pone en jaque a la democracia, degrada la calidad del debate en el que terminan imponiéndose las emociones y las mentiras. En este campo, el mundo se encuentra en un estadio primitivo, en el que no sabe cómo contrarrestar una amenaza que se propaga como los virus. El desafío es controlar este fenómeno sin afectar la libertad de expresión ni la de prensa, que son parte del núcleo duro de la democracia.
Ahora bien, es innegable que decisiones de tanta trascendencia necesitan espacios de legitimación democrática. Sí. Por supuesto. Sin embargo, los riesgos de realizarlos sin un consenso político y social previo son muy grandes. Seis años después del 2 de octubre de 2016, hay quienes siguen hablando de que Santos le puso “conejo” a la democracia, y con ese argumento validan la falta de compromiso de Iván Duque con los acuerdos de paz. Lo anterior, sin dejar de tener en cuenta la escasa concurrencia a las urnas (solo el 37,43 %) y que el No ganó por una diferencia mínima. Las preguntas entonces son de Perogrullo: ¿Era necesario el plebiscito? ¿Se equivocó Santos en empecinarse con su realización? ¿Se está idealizando la democracia directa y satanizando la democracia representativa, quizás por el desprestigio del Congreso?
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El debate no es de poca monta. Hay que mirar casos como el referendo constitucional chileno en el que ganó el “rechazo”, por una mayoría del 62 % contra el 38 %. Allí, sin embargo, la madurez política de sus líderes, tanto de quienes estaban por aprobar la constitución como por rechazarla, los llevó a un acuerdo consistente en que, fuese cual fuese el resultado, el proceso constituyente continuaría. Chile no tenía vuelta al pasado.
También puede estudiarse el caso guatemalteco de 1999, en donde la asistencia a las urnas para refrendar los acuerdos con la guerrilla fue de sólo el 14 % del potencial electoral. La experiencia de 2016 puede contrastarse con la del plebiscito del 1957, también en Colombia, que permitió avanzar en la reconciliación; y que pese a las críticas que recibió, logró poner fin a la violencia liberal-conservadora, y consiguió la más alta participación electoral en la historia del país, gracias al respaldo que la mayoría de los jefes políticos, los gremios económicos, la Iglesia Católica y los sindicatos le dieron al Sí.
Esto tiene que ver con otro aspecto al cual quiero referirme y es que decisiones de esta envergadura deben ser fruto de políticas de Estado y no de Gobierno. La historia colombiana está llena de ejemplos que ilustran cuán costoso ha resultado no consensuar decisiones de tanto alcance. Ejemplos hay desde los primeros momentos en que comenzó a gestarse la independencia.
La primera república (1810-1816) fracasó por falta de un consenso entre las élites regionales frente a la corona española, contrario a lo sucedido en las trece colonias frente al rey Jorge III de Inglaterra, en donde supeditaron sus controversias a la consecución de un objetivo superior: la independencia. También la falta de consenso en torno al modelo político nos costó varias guerras civiles, nacionales y regionales, durante el siglo XIX. La paz, que es uno de los ideales más nobles que puedan existir, debe servir para unir el país, para darle un propósito, no para dividirlo ni reabrir heridas. Desarrollar una cultura del consenso resulta vital, de manera particular en sociedades tan diversas, plurales y fracturadas como la colombiana.
El presidente Gustavo Petro ha logrado abrir canales de diálogo con todos los partidos y movimientos políticos. Se ha reunido en dos oportunidades con el expresidente Álvaro Uribe, no sólo su principal opositor sino el más férreo crítico de las negociaciones de paz con las Farc. Esto podría aprovecharse para acordar unas líneas gruesas mínimas, en torno a la política de paz y de acogimiento a la justicia de ese archipiélago de grupos al margen de la ley, que han reeditado la violencia y la violación de derechos humanos.
Según ha manifestado el comisionado para la paz, Danilo Rueda, ya son 10 los actores armados que se suman a la propuesta de “paz total”, entre los cuales están el Eln, los desertores del proceso de paz conocidos como Segunda Marquetalia, los grupos ex Farc que no participaron de los diálogos de La Habana, y el Clan del Golfo. Es difícil que la “paz tota”’, con un universo tan disímil de actores, pueda ser sometido a plebiscito, con lo cual un consenso legitimador es más que deseable.
Otro aspecto, que no es menor, tiene que ver con que cuatro años pueden ser insuficientes para sacar adelante un proceso tan complejo como el que plantea el Gobierno. Por eso es conveniente examinar experiencias como la de España, por ejemplo. Allí fue posible acordar una política contra Eta, que se mantuvo sin importar qué fuerza política estuviera en el poder. La paz es una cuestión de Estado. No podemos estar comenzando cada cuatro años. Tampoco basta con constitucionalizar los acuerdos; como ha quedado demostrado, es preciso tejer un consenso político amplio, sólido y estable entre las fuerzas democráticas que actúan en la legalidad. En otras palabras: hay que sacar de la controversia política y electoral la política de “paz total”; por ahí podría comenzar el Acuerdo Nacional propuesto por el presidente Petro.
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La “paz total” es una necesidad. Hace bien el presidente en proponerla. Colombia requiere normalizarse, seguir disminuyendo los indicadores de violencia y mejorar los estándares de derechos humanos. Como bien lo dice Human Rights Watch en carta al presidente Petro, de fecha 19 de agosto, “Durante los últimos cinco años, muchas regiones de Colombia han sufrido un aumento de la violencia por parte de los grupos armados, lo que ha significado altos niveles de desplazamiento forzado masivo, masacres, confinamiento e incremento de homicidios, incluyendo de defensores de derechos humanos y otros líderes sociales”.
En suma: estamos perdiendo lo conseguido con la desarticulación de las Farc. Este es un lujo que no deberíamos permitirnos. No es exagerado decir que la seguridad ciudadana está al garete en casi todos los centros urbanos, comenzando por Bogotá, y para superarlo no basta con responsabilizar a Venezuela y a las bandas de los “Maracuchos” y el “Tren de Aragua”. La situación demanda respuestas contundentes y eficaces. Es al menos lo que esperan los ciudadanos.
La superación de la violencia política; la derrota del narcotráfico como fenómeno delictivo que nuclea la criminalidad organizada; la solución de los problemas de gobernanza territorial, que prohíjan el atraso y la corrupción; la reforma a la justicia; y la reforma política y electoral necesitan de acuerdos de la más amplia representación posible, sin lugar a dudas. El plebiscito del 2 de octubre de 2016 fracasó precisamente por la ausencia de ese consenso, que no quiso o no pudo conseguir el presidente Santos, y porque las partes negociadoras subestimaron la capacidad de la oposición para imponer una narrativa sobre el conflicto. Estas son lecciones que seis años después deberían servirnos, al menos, para un taller de lecciones aprendidas.
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