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En su libro “Historia de Colombia y sus oligarquías”, su narración se aleja de la de los historiadores tradicionales, que suele ser muy seca, escueta y real o ficticiamente neutral. La suya es desparpajada, irónica y salpicada de opiniones. En ese contexto, ¿las caricaturas que ilustran el texto son un complemento del mismo o las ideó para que tuvieran su propio contenido?
Las caricaturas ilustran el texto del libro. Pero además pretenden decir otra cosa. Una burla. En el texto opino, claro, y todo el libro es opinión. Pero en los dibujos más. Yo creo que la caricatura es siempre eso: una opinión más cruda y directa de lo que puede ser un texto escrito.
¿Qué le produce más placer intelectual: escribir o dibujar? Pregunto porque aunque usted básicamente se conoce como escritor, lo cierto es que también ha sido caricaturista consuetudinario.
He sido caricaturista mucho antes de ser escritor. Pero, probablemente, me gusta más la escritura que el dibujo. Aunque la verdad, las dos cosas son bastante parecidas.
Cuando estaba escribiendo el libro, no creo que se hubiera imaginado que las caricaturas serían expuestas en una galería de arte, y sin la narración correspondiente. ¿Le inquieta que ese “divorcio” produzca una distorsión de la historia que quiso contar o le satisface que, en lugar de una obra, hubieran resultado dos?
Ya le digo: son dos modos de opinión diferentes, pero complementarios. Aunque creo que los dos son también autosuficientes. Se bastan a sí mismos, pero son mejores el uno con el otro.
¿Nunca se imaginó una exposición de las caricaturas de este libro?
No, no pensaba que las caricaturas de este libro se fueran a exponer en una galería, pero sí he expuesto otras caricaturas mías: en la Casa de Tola y Maruja, hace un par de años; en la galería San Diego, que dirigía Rita de Agudelo, hace 40 años, y en una galería de Londres, hace 30.
Fuera de “Semana”, ¿en cuáles otros medios ha publicado sus dibujos?
Hoy, en ninguna otra parte, pero en el curso de los años los he publicado en revistas españolas, francesas, inglesas y norteamericanas.
Alguna vez le escuché decir que sus trazos no son los de un profesional. Interpreto que quería significar que no es un retratista. Sin embargo, a sus caricaturas se les nota elaboración y la habilidad de quien sabe usar las diferentes dimensiones. ¿Conserva, por gusto, ciertos rasgos infantiles en sus dibujos y con qué propósito?
No soy un profesional, o no mucho, pero sí un aficionado entusiasta: trato de dibujar lo mejor que puedo. En cuanto a los rasgos infantiles, más que conservarlos, trato de recuperarlos. Con la práctica, uno aprende la técnica del dibujo, cree que sabe dibujar mejor, y es cierto, técnicamente hablando. Pero dibujaba mejor antes.
¿Cómo así? ¿Por qué dibujaba mejor antes?
Precisamente porque era menos profesional y más espontáneo.
Le confieso que a mí me gusta su faceta de caricaturista por el humor ácido e irreverente. ¿Por qué no acepta que puede captar los gestos distintivos de sus personajes aunque con esos rasgos de niño que ya he mencionado?
No es cierto que no lo acepte: precisamente se trata de lograr que las caricaturas tengan un parecido con los personajes representados. Si no fuera así, serían un fracaso.
En lugar de poner a hablar a sus monos, como lo hace en “Semana”, en el libro, casi siempre, escribe una especie de pie de foto. Por ejemplo, caricaturiza al general Pedro Nel Ospina (“el primer hijo de presidente en ocupar la presidencia” que “había nacido en el palacio de San Carlos”) dibujándolo en su “cunita de bebé presidencial”. ¿Se trata de una crítica al pobre niño rico que termina montado en la jefatura de Estado por ser rico y poderoso y nada más?
Reitero que estas caricaturas del libro son, para empezar, ilustraciones del texto, aunque también sean opiniones por sí mismas. En la del general Ospina, no se trata de un “pobre niño rico”, sino de un rico niño rico. Como su padre Mariano Ospina Rodríguez. O como su sobrino Mariano Ospina Pérez. A quien llamo “la oligarquía propiamente dicha”: a la vez rico de familia y poderoso de familia.
Más adelante, usted dice, con sarcasmo, que la oligarquía “dura toda la vida”. No obstante, la familia Ospina, tan enquistada en la historia, parece haber terminado fuera del poder, aunque no creo que del círculo de la riqueza. ¿Por qué?
En primer lugar, porque algunos de sus más jóvenes representantes prefirieron dedicarse al narcotráfico. Recuerdo un episodio en el que resultó herida, en una balacera de narcos, la matriarca de la familia, doña Bertha Hernández de Ospina, viuda del presidente Mariano Ospina Pérez. Por otra parte, los Ospina se han prolongado en los Pastrana, que ya van por la tercera generación política.
Usted dibuja a Alfonso López Pumarejo con fino traje raya tiza, como solía vestir, y pone, en el pie: “El burgués revolucionario”. Al describir la intención de López de introducir cambios radicales, cuenta que el Congreso “estaba hecho de liberales de muy distintos matices, ‘desde Manchester hasta el Frente Popular’”. “Eran más los de Manchester”, concluyó, por lo que las reformas se aplazaron. ¿López Pumarejo fue, para usted, un personaje admirable o un burgués disfrazado de demócrata?
Las dos cosas. Todo el mundo es dos cosas, y a veces tres. López Pumarejo, entre los políticos colombianos, es uno de los pocos que han aceptado serlo, y tal vez por eso tuvo tanto éxito, y logró, desde el poder, tantas cosas necesarias. ¿Admirable? En muchos aspectos. Y precisamente por ser “un burgués disfrazado de demócrata”, como dice usted. No son características contradictorias: los burgueses inventaron la democracia.
Así es. Pero los burgueses son los causantes de nuestras desgracias y del escaso progreso que hemos tenido, tal cual usted relata. Refiriéndose al hijo de López Pumarejo, Alfonso López Michelsen, usted asegura de él que, siendo el más lúcido de los estadistas nacionales, cuando Enrique Santos le preguntó si se consideraba responsable de la situación del país, López Michelsen respondió: “Si soy responsable, no me doy cuenta”. ¿Ha pasado con los demás personajes de la historia pero sin la lucidez del expresidente?
Sí. Creo que eso les sucede, en mayor o menor grado, a todos los personajes históricos: nunca saben exactamente qué representan. Por ejemplo, Lutero creía estar reformando la Iglesia católica, y en realidad lo que estaba haciendo era inventar la lengua alemana moderna.
Una de sus caricaturas sobre Laureano Gómez es, aún hoy, muy fuerte: el diablo con tridente (Laureano) montado en la espalda del papa Pío XII. También pinta a Laureano iracundo y describe su oratoria como “hecha de… injurias y calumnias… amenazas, insultos, acusaciones…”. No van a estar felices con usted los nietos de Laureano Gómez ni el caricaturista Osuna, admirador del jefe conservador. ¿Se imagina lo que ellos le dirían?
No sé qué dirían ellos. Supongo que estarían en desacuerdo con mi versión. Pero es que la historia, quiero decir, la narración de la historia, es eso: una acumulación de desacuerdos. Y la caricatura, más. Eso lo deben saber perfectamente los Gómez, cuyo tío, Pepe Gómez Castro, fue un importante caricaturista de la prensa conservadora de los años 1920 y 1930.
Usted conoce, de generación y vida, a Mauricio Gómez, hijo de Álvaro Gómez Hurtado y nieto de Laureano. Cuando escribe o caricaturiza, ¿piensa en sus conocidos, en sus afectos o desafectos y en las amistades que perderá?
No. Si pensara en eso no podría dedicarme a la caricatura ni al periodismo en general: no son instrumentos para la lambonería.
En el presente, año 2018, ¿identifica la “reencarnación” de Laureano Gómez en algún personaje político de su influencia y poder, y de su misma capacidad para “dejar a su paso una estela de destrucción”?
Sí, claro. El expresidente Álvaro Uribe mismo ha dicho en sus tuits que encuentra en Laureano Gómez el ejemplo y las recetas de cómo “hacer invivible la República”. Pero esos personajes dañinos y malignos siempre han existido en Colombia. El primero fue, precisamente, el primero: el adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada, que trató hasta su muerte de hacer invivible la colonia.
Y en esa saga de “dañinos y malignos”, ¿quiénes podrían hacerle compañía a Jiménez de Quesada? Al menos deme unos nombres.
Siempre he pensado que lo que distingue a los gobernantes de Colombia es que cada uno es peor que el anterior. Eso es claramente visible entre los más recientes: López Michelsen fue malo, Turbay todavía peor, y hasta ahora el más malo ha sido, sin ninguna duda, Álvaro Uribe. A ver cómo le va a Iván Duque.
¿A qué se debe el éxito electoral de un grupo tan ultraderechista y anclado en el pasado como el uribismo?
Se debe a que, como decía el también ultraderechista Álvaro Gómez Hurtado, “Colombia es un país conservador que vota liberal”. La habilidad de Uribe ha consistido en no presentarse nunca como conservador. Antes de la presidencia hizo toda su carrera política en el Partido Liberal, dándole la razón a Gómez.
En el capítulo de la Violencia, que usted describe como “la suma de muchas y variadas violencias con minúscula… impulsadas por los gobiernos” de la época, hay caricaturas muy significativas: los congresistas dándose bala; Laureano, instigador de la ola de ferocidad política; Rojas Pinilla, “el general jefe supremo”, con su hija María Eugenia, etc. La ideología del extremismo conservador de hace 60 y 70 años parece estar de regreso. ¿Cuáles son las diferencias y similitudes que encuentra entre ambos períodos?
Similitudes: el propósito de la derecha de hacer invivible la República. Diferencias: este es, hoy, un país mucho más variado y más rico, y en consecuencia más difícil de manejar, pero también de destruir.
En la etapa del Frente Nacional usted destaca la intervención de Estados Unidos en la política interna suramericana y colombiana, con la Doctrina de Seguridad Nacional y la imposición de medidas económicas. Si fuera a caricaturizar la influencia estadounidense en el país, en estas dos materias (seguridad y economía), ¿la pintaría con la misma influencia que tuvo en esa época?
Sí. O más. Nuestros gobiernos son aún más abyectos ante los Estados Unidos que entonces. Por ejemplo, Carlos Lleras fue capaz de plantarles cara a los consejeros del Fondo Monetario Internacional, cosa que no se atrevió a hacer ninguno de sus sucesores. Además, ahora los Estados Unidos tienen el instrumento de las drogas prohibidas para esgrimir como amenaza contra nuestros gobernantes, como si la culpa fuera de Colombia ty no de Estados Unidos.
Me llama tristemente la atención que haya un capítulo dedicado a “los dos demonios”: Pablo Escobar y “Tirofijo”, de los cuales afirma que “los personajes más influyentes de la segunda mitad del siglo XX fueron un delincuente político y un delincuente común… que pusieron y quitaron presidentes de la república”. Aunque ambos están muertos, su conclusión es que no hemos pasado esa página. Entonces, ¿qué esperanza le queda a este país?
No es cosa de esperanza, hacia el futuro, sino de lucidez sobre el presente. Están muertos Tirofijo y Escobar, pero las causas que los crearon siguen intactas, o incluso agravadas: la inequidad, la droga. Esto va para largo.
Las más recientes votaciones, me refiero a las de Fajardo y Petro, y a la alta participación popular en la consulta anticorrupción, ¿no le indican que algo está cambiando para que sea menos largo?
Sí, son signos de esperanza. Pero las vimos parecidas cuando se votó la séptima papeleta, por ejemplo. Y eso también terminó en agua de borrajas.
Usted cierra su historia con los jinetes del Apocalipsis: además del neoliberalismo, el narcotráfico, el paramilitarismo, la insurgencia, el clientelismo y la corrupción. La caricatura que los acompaña es terrible: una niña de trenzas montada en un caballito de madera con el texto “Colombia corriendo ilusionada hacia el futuro en su locomotora de quinta generación”. ¿Esta conclusión nace de su pesimismo o es la realidad que otros no queremos ver?
Yo me fui de aquí durante muchos años. Y después volví. Muchos se fueron, y volvieron. Uno se va a los veinte años, y después vuelve. Esa niñita que corre en su caballito acabará volviendo.
Después de leer su historia y de ver sus caricaturas sobre los poderosos, queda flotando su pregunta “¿alguien tiene la culpa?”, a lo que usted responde: “Quienes han dirigido el curso de nuestra historia”. Es decir, las oligarquías. Pero ¿por qué nosotros, los ciudadanos del común, seguimos eligiéndolas?
El viejo adagio dice que “los pueblos merecen a sus dirigentes”. Si los tenemos tan malos, tan dañinos, tan corrompidos, tan corruptores, es porque también nosotros, los que usted llama “los ciudadanos del común”, somos así.
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