Por Sebastián Forero Rueda y Terumoto Fukuda
Abr. 30, 2023
El caserío acaba justo donde empieza la montaña. El verde vivo de la mata de coca rodea el parque principal del pueblo que no es otra cosa que una cancha de microfútbol cercada por una hilera de casas. Está tan metido el pueblo que pareciera a veces que la montaña se le fuera a venir encima. En la cancha del Sinaí, el último corregimiento de Argelia al que se puede llegar sin retenes del grupo armado que patrulla la zona, un puñado de familias celebra el Día del Niño con una comparsa que ha venido desde la cabecera. Por una mañana, es como si en el caserío se olvidara que llevan meses con la comida escasa, con los bultos de hoja de coca acumulándose en las fincas, una remesa a cuentagotas y con la guerra apretando una hora más abajo.
Aunque lleve el nombre de la convulsa península egipcia entre África y Asia, en el Sinaí de Argelia parece que la vida quedó en pausa de un año para acá.
El almacén de insumos agropecuarios más grande del pueblo está ubicado en toda la esquina de la plaza. La vendedora detrás del mostrador se negaba al final de la tarde a revisar las facturas para no tener que comprobar que las ventas del día no iban a superar los $800.000, cuando hace menos de un año vendía entre cuatro y cinco millones de pesos diarios. En su tienda se le acumula el herbicida en pomas de 20 litros y dijo que la última de esas la vendió hace dos meses. El bulto de 50 kilos de abono subió de $120.000 a $195.000 y ya los campesinos, que no tienen plata, no se lo compran. No solo no hay plata en este corregimiento, sino que antes subían hasta acá los cultivadores del corregimiento El Plateado para abastecerse, pero desde que el conflicto recrudeció ya no pueden cruzar esa línea.
El precio de la hoja de coca cayó casi a la mitad: de unos $65.000 o $70.000 que costaba la arroba de hoja hace un año, la están pagando hoy, si es que la compran, a $38.000. Antes de la crisis, cuando los cultivadores iban terminando de cosechar ya la venta de la hoja la tenían asegurada, con varios compradores que se agolpaban en las fincas para comprársela. Hoy se cosecha con el miedo de no saber si van a poder venderla y asegurar así la comida de los próximos tres meses.
“Parece que ya con la hoja de coca lo que fue, fue”, dice el campesino Felipe Rosero, un veterano poblador del corregimiento que ha visto ya tres crisis de la coca en Argelia. Pero que esta es la más dura, dice. No solo porque el precio está caído, sino porque ahora la vida cuesta más.
Las cuentas las hace el líder cocalero Diego Rodríguez, que tiene su finca en una vereda del Sinaí: a una arroba que le pagaban a $65.000 había que descontarle $15.000 del raspachín, entre $10.000 y $20.000 de trabajos, y otros $10.000 de abonos y fungicidas, para que le quedaran al final entre $20.000 y $30.0000 por arroba. Si el cultivador recogía 300 arrobas, le quedaban entre seis y nueve millones de pesos libres para tres meses, que sin ser una fortuna les garantizaba un nivel de vida más estable.
Hoy, con la arroba a $38.000, después de quitarle lo que se le paga al raspachín y lo que se va en abonos y trabajos, le vienen quedando al cultivador $6.000 por arroba: si coge 300, es un $1.800.000 para tres meses. $600.0000 para un mes.
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A lo que popularmente se le llama “laboratorio” es una precaria construcción entre latas, lonas y tabla, en la que se procesan toneladas de hoja de coca que con cemento, cal, amonio, gasolina y ácido sulfúrico convierten en kilos de pasta base. En uno de esos, ubicado en El Diviso, un corregimiento de la parte alta del municipio, un muchacho que trabajaba cerca del mediodía saca de algún lugar cercano cinco kilos de pasta base en dos bolsas de dos y una de uno. Son como pedazos de panela color blanco hueso y si la prueba se le duerme la lengua. Los tiene listos hace ya varias semanas, pero no los ha podido vender. No ha habido quién los compre. Hace un año, el kilo de pasta base lo pagaban en $3.400.000; hoy el precio cayó un 30% y está en $2.400.000 el kilo.
Laboratorios como ese hay sobre las vías que llevan a veredas de El Mango, el Sinaí, El Plateado. La mayoría están quietos. Esporádicamente se ve uno trabajando. Antes, el sonido de las máquinas picadoras de hoja de coca, que suenan como una guadaña a toda velocidad, se escuchaba en cualquier punto de la montaña. Todo está trabajando a medias. Las canecas azules de plástico vacías, en el piso la pala con la que recogían la hoja para echarla en la picadora, un tablero con las cuentas a medio terminar y la pesa en la que cuelgan los bultos de hoja, con el puntero apuntado al cero.
En condiciones normales, el campesino que procesó la hoja y sacó tres, cuatro o cinco kilos, salía al pueblo donde estuvieran comprando, se sentaba en la mesa con el comprador, probaban la calidad de la mercancía y le pagaban sus kilos de contado. Como ahora no están entrando compradores, muchos de los campesinos tienen el producto guardado y están alerta de cualquier aviso por si a algún caserío “entró plata” para salir a venderla.
Es como derribar una pila de fichas de dominó: como el campesino que tiene el “laboratorio” no puede vender la mercancía, deja de comprarle hoja de coca a los cultivadores, a quienes entonces les toca dejar de recogerla; a su vez, como no recogen no contratan raspachínes para el cultivo y a estos últimos, el eslabón que está más abajo en la cadena, les toca irse a buscar dónde están raspando.
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Argelia es un municipio de 30.000 habitantes ubicado a unos 170 kilómetros de la capital Popayán, que se recorren en seis horas, parte en vía pavimentada y parte en trocha. Está empotrado en el cañón del río Micay, que nace en ese municipio, pasa por El Tambo y desemboca en el Pacífico, en López de Micay. En época de bonanza, no pasaban dos semanas sin que en el pueblo hubiera un concierto que pusiera las cantinas a reventar y que apilara en las mesas las botellas de whisky y de cerveza. Este año apenas acaba de hacerse el primero.
El hotel de cuatro pisos ubicado a la vuelta de la plaza principal tiene 17 habitaciones: la penúltima semana de abril apenas tenía tres ocupadas, dos por el equipo periodístico de El Espectador. La recepcionista es una de las únicas empleadas que quedó, junto con la aseadora. Antes trabajaba en turnos con otras dos muchachas, pero ya el hotel no dio para mantenerlas a todas y ahora trabaja solo ella en turno único.
La crisis la siente todo el pueblo: el almacén de zapatos no vende más de dos pares diarios de la decena que vendía antes; las tiendas de ropa han tenido que cerrar, los productos se vencen en los mini supermercados antes de que se vendan, en el mostrador del almacén de insumos pegaron un letrero que dice “suspendidos los créditos” y el carnicero contó que de un millón de pesos que vendía al día, ya no pasa los $400.000 diarios. El jueves en la galería, donde se vende el mercado municipal el fin de semana, todavía las estanterías y las balanzas estaban vacías y apenas iban llegando los primeros campesinos que venden allí sus productos.
Hay coca, y en máximos históricos, pero no hay plata. Argelia, con 3.000 hectáreas sembradas, es el tercer municipio del Cauca con más coca.
El alcalde del municipio, Jhonatan Patiño, tuvo que atender esta entrevista en el centro de Popayán, donde vive desde hace meses, porque tuvo que salir del municipio que gobierna desde que el frente Carlos Patiño lo amenazó de muerte. Se convirtió en objetivo del grupo porque viene de la asociación campesina del municipio y porque el grupo piensa que es él quien les manda el Ejército, pese a que esas órdenes vienen del nivel nacional.
Apenas días antes de esta entrevista, al alcalde le advirtieron que a la cabecera habían llegado dos hombres desconocidos que se hospedaron en una residencia y salieron después a un almacén de calzado para comprar un par de tenis y cambiarse las botas. Curtido ya en las señales de alerta, sabe que ese hecho es sospechoso y prefiere por estos días no ir al municipio, al que eventualmente hace visitas fugaces y sin avisar.
Según las cifras del mandatario, el 90% de la población de su municipio depende directamente del cultivo de coca. Dice que la crisis arreció en septiembre, cuando la comunidad empezó a advertir que no estaban entrando compradores de pasta base y la mercancía se empezó a represar. Ya para diciembre, su despacho se colmó de peticiones de familias campesinas que le pedían ayuda con la remesa, porque se habían quedado sin qué comer. Ya en enero, cuando inició el año escolar, los pedidos de ayuda eran para los útiles de los hijos para ir a la escuela. “Eso no se veía en Argelia hace mucho tiempo”.
“Un sábado en la cabecera municipal, eso era lleno de motos, de carros, no se podía andar, nosotros tenemos unos reguladores de tránsito y para ellos el sábado era el caos; el sábado pasado estuve y no había nada de eso, ni trancones ni motos. La gente baja al pueblo es a comprarse algo, a pasear, a llevar algo para la casa… pero si la gente no tiene con qué pues no baja”, explica.
Una fuente institucional de la zona y que conoce bien la región, aseguró que el Carlos Patiño prohibió que se comprara la pasta base a los campesinos en la zona de influencia de su grupo rival y ese fue uno de los detonantes para el represamiento. En esa misma línea, el año pasado, otra estructura del Comando Coordinador de Occidente – al que también pertenece el Carlos Patiño – habría asesinado en Nariño a miembros del Cartel de Sinaloa que compraban la mercancía en la región. Como represalia, el grupo narcotraficante habría decidido dejar de comprar en la zona y por ende la entrada de plata empezó a caer.
Otra de las razones que esboza esa fuente podría rastrearse en que ese frente Carlos Patiño tendría sus actividades concentradas en la extracción de oro en el río Micay, hacia la zona de San Juan de Mechengue, en El Tambo, y “no les interesa sacar coca”. Esa situación se ha conocido porque incluso en reuniones citadas por el grupo armado, la comunidad ha reclamado que por lo menos a ellos sí los dejen trabajar con la coca, que es su único sustento, mientras ese grupo se dedique a la minería ilegal.
Pero la crisis es nacional. De hecho, empezó hace 18 meses en la región del Catatumbo, en la frontera con Venezuela, y se fue extendiendo a todo el país. Felipe Tascón es el director de sustitución de cultivos de uso ilícito en el Gobierno Nacional y ha estudiado la economía de la coca en el país desde hace décadas. Según afirma, la crisis que estalló en 2022 es el resultado de un cambio en la manera de regular el mercado de la coca para cocaína en Colombia que viene dándose desde que las FARC, el gran regulador de ese mercado, dejaron las armas en 2017.
Según su explicación, tras la salida de esa insurgencia del mercado, y luego de que otros actores intentaran asumir ese vacío, emisarios mexicanos arribaron a Colombia y se instalaron en ciudades intermedias aledañas a los enclaves de producción cocalera, desde donde estimularon el mercado pagando a precios elevados el kilo de pasta base que en algunas regiones llegó a pagarse hasta a $4 millones. Esa situación condujo a una sobreproducción de pasta y clorhidrato de cocaína que vino a manifestarse el año pasado.
Estefanía Ciro, investigadora del centro de pensamiento A la Orilla del Río y conocedora de la población cocalera en el país, coincide en ubicar buena parte de la crisis en ese pico de sobreproducción que llegó a máximos históricos entre 2018, 2019, 2020 y 2021, cuando los precios rompieron techos, como también las hectáreas sembradas de coca, el potencial de producción de clorhidrato de cocaína y las incautaciones.
Y agrega otra variable, en la que también coinciden el alcalde de Argelia y otras fuentes de la zona: En agosto y septiembre de 2022, comenzando su mandato, el presidente Gustavo Petro hizo cambios en la línea de mando de las Fuerzas Militares y de Policía, que significaron una barrida de generales y altos mandos. Uno de los efectos que habría tenido ese remezón, y que hasta hoy poco se ha investigado, es que se habrían roto varias de las rutas que ya estaban consolidadas y en las que en algunos casos había involucrados miembros de la fuerza pública: se habría frenado la entrada de plata y la salida de la mercancía, como empezó a suceder con cargamentos que caían incautados con frecuencia.
“También tiene que ver con una transformación muy fuerte en las reglas de juego, con el cambio de jugadores: los cambios de comandantes, de generales y coroneles que hay en el escenario nacional creo que sí puede mover en unos lugares – no en todos, porque no son todas las fuerzas las que están involucradas – esos pactos sobre los cuales funcionaba el mercado”, afirmó Ciro.
Para el director Tascón, los cambios en la cúpula de las Fuerzas Armadas no tienen tanta relación con la crisis, como sí el cambio de enfoque que introdujo el presidente Petro tan pronto se posesionó: desde el municipio de San Pablo, en el sur de Bolívar, y apenas el 20 de agosto de 2022, el mandatario ordenó a la Armada y a las demás fuerzas que el objetivo era la interdicción fluvial, aérea y terrestre, y llevar al máximo las incautaciones. Trasladó la persecución de los cultivos y los campesinos y la dedicó a desmantelar el tráfico y el negocio ilegal. “Al final su actividad se centra en un negocio: sacar la cocaína por el río y exportarla. Ese es el negocio”, fueron las palabras del presidente.
El 17 de marzo de 2018, más de 11.000 familias de Argelia le mostraron al Estado su voluntad de sustituir sus cultivos de coca. Ese día, en el municipio se firmó el acuerdo colectivo de sustitución producto del Acuerdo de Paz que habían firmado el Estado y las FARC en noviembre de 2016. Pero los funcionarios del Gobierno Nacional nunca volvieron y hoy en Argelia no hay una sola familia inscrita formalmente al programa de sustitución de cultivos de uso ilícito.
El cocalero y líder de Ascamta Diego Rodríguez fue vereda por vereda en ese momento convenciendo a las familias de que la sustitución era real y que el Estado y las FARC iban a cumplir lo pactado. Hoy afirma que los campesinos tenían la voluntad como la han tenido en todos los intentos de sustitución que se han dado en el municipio desde 1985: “En ese momento, cuando la coca era apenas un 10% de la economía de Argelia, el campesino dijo sí; cuando fue Plante y Pa’lante el campesino dijo sí; cuando fue familias guardabosques, el campesino dijo sí; pero el Gobierno siempre le ha jugado esa trampa al campesinado, lo ha engañado, en que quite el cultivo y después lo deja tirado”.
Este cocalero que se ha criado entre la hoja de coca y que hizo su casa y manda a sus hijos a la escuela con la plata de ese cultivo, sostiene que como campesinos siempre han puesto sus matas de coca sobre la mesa, para decirle al Gobierno que las quieren cambiar, pero el respaldo del Estado nunca ha llegado al territorio.
Hoy, con la crisis de esta economía ahogándolos, los campesinos están más que dispuestos a sustituir, y de hecho familias campesinas en Argelia ya han empezado a dar el tránsito por cuenta propia a otros cultivos, como el café, sobre todo en la parte alta del municipio. Un sector campesino se ha asociado y tiene la convicción de dedicarse de lleno a ese cultivo y dejar de sembrar coca. El problema, apunta Estefanía Ciro, es que lo que está ocurriendo es una “sustitución forzada”, que se da en medio del hambre. “Hay un escenario dolorosísimo, pero que es una ventana de oportunidad para que el Estado entre a actuar”, dice.
La investigadora lamenta que tras nueve meses del Gobierno que ha dicho que dará un tratamiento distinto a los territorios cocaleros, todavía no haya una ruta clara sobre lo que se va a hacer. “No hay que sustituir una planta, sino sustituir una economía”, resume. Y da el siguiente dato: según cifras de UNODC, el negocio de la coca y la cocaína representa 9 billones de pesos para el país. Mientras tanto, lo que el Gobierno ha trazado para el programa de sustitución de cultivos es 1.5 billones de pesos. “Así, es imposible que esto sea sustituible; no sólo para el campesino, sino para la economía regional”.
La dirección de sustitución que dirige Tascón tiene claro que la gente que vive de la coca la está pasando mal y que además tienen una ventana para actuar. Según el director, para resolver el hambre urgente en esos territorios, el Gobierno está gestionando en lo inmediato “ollas comunitarias” o comedores comunales, que resuelvan las necesidades ya, que no dan espera a un proyecto productivo o algo por el estilo.
Y a su vez, la dirección tiene puesto el acelerador en poner en marcha su política de transformación productiva en esas regiones: inyectar inversión pública en vías terciarias y en creación de empresas de las propias comunidades que dinamice la economía en esas regiones. La primera apuesta es el maíz, un cultivo que se puede dar en diversos territorios y que produce resultados rápido. No van a ir por proyectos individuales y familiares, como se venía intentando, sino que se promoverá la asociatividad. Que la misma empresa comunitaria procese el maíz, por ejemplo, y saque harina de maíz para comercializar. Esa será la fórmula que luego replicarán con otros productos.
Para el alcalde de Argelia, Jhonatan Patiño, la falta de agilidad en el Estado para responder a la crisis, puede terminar en un estallido social en las regiones cocaleras. “Esa es su comida, y si se la quitan, pues la gente se va a reventar”.
La ventana de oportunidad se puede estar cerrando. Los campesinos que han vivido de la coca saben que el precio ha caído antes y confían en que el cultivo que los ha salvado del hambre por décadas se puede recuperar. Aún sabiendo eso, vuelven a poner sus matas sobre la mesa para decirle al Estado que aunque sus pueblos, sus caminos, sus hospitales y sus escuelas las levantaron con ese cultivo, están dispuestos a dejarlo atrás.