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Cinco vidas perdidas en la selva

El miércoles pasado, cuatro familias colombianas celebraron tener a los suyos de nuevo en casa. Pero este lunes, 3 de marzo, otras cinco se verán obligadas a recordar que sus soldados aún padecen el drama del secuestro.

Diana Carolina Durán
06 de marzo de 2008 - 12:00 a. m.

A José Miguel Arteaga, Luis Alfonso Beltrán, Luis Arturo Arcia, William Humberto Pérez y José Ricardo Marulanda la vida se les fue en la selva. Mientras el país sigue emocionado por la liberación de cuatro ex congresistas hace tres días, las cinco humildes familias de estos suboficiales piden que no los condenen al olvido. Ellos fueron secuestrados en el ataque que las Farc hicieron contra la Brigada Móvil N° 3 del Ejército en El Billar, una vereda de Cartagena del Chairá (Caquetá), el 3 de marzo de 1998.

Durante sus diez años en cautiverio mucho cambió en el país: la guerrilla puso un bombazo en el exclusivo club El Nogal; fue capturado y extraditado Simón Trinidad; se desmovilizaron los jefes de las autodefensas; fueron masacrados 11 diputados del Valle; la zona de distensión comenzó y terminó mientras ellos seguían como rehenes, y cuando la administración Pastrana consiguió que 352 militares que las Farc mantenían bajo su dominio fueran liberados, ellos fueron los únicos de los 43 soldados de la toma de El Billar que no obtuvieron la libertad.

Pero, seguramente, lo que más les pesa a estos cinco militares son los momentos que se han perdido con sus familias. Por ejemplo, mientras el 27 de junio de 2001 hacían la gran liberación de militares en La Macarena con Pastrana, al día siguiente nació en Riohacha William Pérez, uno de los sobrinos del entonces cabo segundo que lleva el mismo nombre. Cuando a Pérez lo secuestraron tenía 8 sobrinos, hoy tiene 25 y está por cumplir 32 años de edad.

Pérez fue el tercero de sus siete hermanos que optó por la carrera militar. Pero su secuestro destrozó los nervios de su madre, Carmen Medina, e hizo que uno de sus hermanos se retirara del Ejército. Su papá, que siempre tuvo una salud de marfil, está muy debilitado. “Pedro, no se olvide que tenemos la meta de esperar a William”, le repite Carmen Medina.

De estos cinco militares, sólo José Ricardo Marulanda tiene hijos. Uno, de hecho: Brian, quien en 1998 tenía 2 años, pesaba 17 kilos y medía unos 70 centímetros. Brian ya cumplió los 12, ha crecido un metro más y pesa 45 kilos. Su papá, el mayor de este grupo, tenía 37 años y era sargento viceprimero cuando lo secuestraron.

Para algunos como José Miguel Arteaga, hoy de 33 años, la ausencia de sus sobrinos también se ha convertido en un calvario. “Pinchao me contó que a mi tío le dio durísimo que yo me casara”, dice Paola Callejas, sobrina de Arteaga. “Pero yo no me caso por la Iglesia hasta que mi tío no regrese”, cuenta. A su familia han llegado tres pequeños que no lo conocen.

Luis Alfonso Beltrán tampoco ha visto al hijo de su hermano menor, ni la nueva casa donde viven sus padres, al sur de Bogotá. El entonces cabo primero tenía 29 años cuando cayó como rehén de las Farc. Venía trasladado de San Vicente de Chucurí, en donde tuvo una novia que se enteró de su suerte cinco años después.

Su padre, Eufrasio Beltrán, es un septuagenario de pocas palabras, con un dolor silencioso que se ha hecho evidente en su cuerpo. Tuvo que someterse a una cirugía de columna, le duele constantemente la espalda y la pierna derecha le falla al caminar, por lo que se cae con alguna frecuencia.

A la mamá de Luis Arturo Arcia, doña Elena Avellaneda (de casi 90 años) se le han acentuado los problemas de pulmones, de riñones y sus oídos están a media marcha, lo que también la hace caerse porque pierde el equilibrio. “Mi temor es que él venga y yo no esté”, exclama doña Elena, quien no ha movido ni un florero en su apartamento desde el plagio de su hijo menor. En esta casa, la transformación ha sido interna: Arcia tiene ocho sobrinos que no conoce e ignora que de los siete hermanos que tenía sólo quedan las tres mujeres.

Dos de estos cinco hombres, Pérez y Arteaga, soportaron el desamor desde su cautiverio. El primero tuvo que pedirle a su familia que dejara de buscar a su novia, una bumanguesa que se desapareció al poco tiempo de la toma; y la prometida de Arteaga, a los seis meses del secuestro, les pidió a sus hermanas que fueran a recoger sus cosas en Villavicencio.

Por Diana Carolina Durán

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